sábado, 29 de agosto de 2020

Boletín Dominical 30 de Agosto



Día 30 de Agosto, Santa Rosa de Lima

Doble de I Clase. Conm. Domingo XIII después de Pentecostés.

Nació de virtuosos padres en 1596, en Lima, capital del virreinato del Perú, a los cien años de descubierto y conquistado para la civilización cristiana, por España, el Nuevo Mundo. Fue la rosa más hermosa que brotó en América en ese primer siglo y por esto llamada Rosa de Santa María aunque su nombre de pila era Isabel. Gracia, hermosura, delicadeza, inteligencia, todo parecía haberlo reunido la naturaleza en aquella criatura privilegiada y bellísima. Recibió una educación e instrucción esmerada y completa. Más desde niña su afición por las cosas divinas fue extraordinaria y su cooperación a la gracia algo tan maravilloso que solo por sus efectos podemos vislumbrar. A los cinco años hizo voto de virginidad y concibió desde entonces un espíritu de oración y penitencia tan dura que causa admiración y espanto, pudiéndose decir que su vida se sostenía y prolongaba de milagro. Dios llevaba como de la mano aquella alma privilegiada y premió su santidad con los más altos dones místicos. Pidió a los padres Dominicos el hábito de la Orden Tercera, y vivió hasta su muerte en su casa, con sus padres, como una anacoreta. Interrogada una vez decía: “Desde que me pongo en oración, siento mi alma  tan sumergida en sí misma y mis facultades tan enajenadas, que nada interior ni exterior puede turbar mi atención amorosa a la belleza de Dios presente en mi. Mi corazón hierve bajo la acción de un fuego cuyas operaciones son tan dulces, que nunca podría explicarlo. Tras esto queda en el fondo del alma una presencia de la divinidad, tan amable, serena, graciosa; y la felicidad que siento entonces hace que no pueda hallar consuelo en otra cosa”. Murió el año 1617, a los 21 años de edad. Es celestial patrona de la América española.




Domingo XIII de Pentecostés

Nos dice San Pablo en la Epístola que nadie recibió la santidad y la justicia por la ley de Moisés, sino que los hombres se salvaban por los méritos previstos de Cristo en virtud de la promesa divina hecha, 430 años antes de darse la ley, a Abraham. La Ley era un freno contra el pecado, el cual, ella de suyo, no podía perdonar.

El Evangelio nos dice como Jesucristo curó diez leprosos, a los que ordenó presentarse a los sacerdotes, cumpliendo así lo que mandaba la ley. De todos ellos, sólo uno, y era samaritano, volvió a dar gracias a Jesucristo. Parece inconcebible semejante actitud y ese aferrarse a la materialidad de la legalidad que les mandaba ir a Jerusalén y presentarse a los sacerdotes.

¡Duro de corazón era el pueblo judío! Roguemos por su conversión con las palabras del Introito y Gradual, pues algún día ha de volver al redil.


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