viernes, 27 de diciembre de 2024

Dom Gueranger: El Tiempo de Navidad

    




EL TIEMPO DE NAVIDAD

Año Litúrgico – Dom Prospero Gueranger




CAPÍTULO I
HISTORIA DEL TIEMPO DE NAVIDAD

Damos el nombre de Tiempo de Navidad al período de cuarenta días que va desde la Natividad de nuestro Señor, el 25 de Diciembre, hasta la Purificación de la Santísima Virgen, el 2 de febrero. Este período forma, en el Año litúrgico, un conjunto especial, como el Adviento, la Cuaresma, el Tiempo Pascual, etc.; por todo este tiempo campea la idea del mismo misterio, de suerte, que ni las fiestas de los Santos que ocurren durante esta temporada, ni la llegada bastante frecuente de la Septuagésima con sus tonos sombríos, son capaces de distraer a la Iglesia del inmenso gozo que la anunciaron los Ángeles en esa noche radiante, durante tanto tiempo esperada por el género humano, y cuya conmemoración litúrgica ha sido precedida de las cuatro semanas que forman el Adviento.

La costumbre de celebrar con cuarenta días festivos o de especial memoria la solemnidad del Nacimiento del Salvador, se halla enraizada en el mismo santo Evangelio, el cual nos dice que la virginal María, pasados cuarenta días en la contemplación del suavísimo fruto de su gloriosa maternidad, se dirigió al templo para cumplir, con perfectísima humildad, todo lo que la ley ordenaba a las mujeres de Israel después de haber sido madres.

Por consiguiente, la conmemoración de la Purificación de María está íntimamente unida a la del Nacimiento del Salvador; y la costumbre de celebrar esta santa y festiva cuarentena parece ser de una remota antigüedad en la Iglesia. En primer lugar, por lo que se refiere a la celebración de la Natividad del Salvador en el 25 de diciembre, San Juan Crisóstomo, en su Homilía sobre esta fiesta, opina que los Occidentales la habían celebrado en esa fecha desde el principio. Incluso se detiene a justificar esta tradición, haciendo notar que la Iglesia romana había tenido todos los medios de conocer el día verdadero del nacimiento del Salvador, ya que las actas del censo ordenado por Augusto de Judea se conservaban en los archivos públicos de Roma. El santo Doctor propone un segundo argumento, sacado del Evangelio de San Lucas, haciendo notar que, según el sagrado escritor, dejó ser en el ayuno del mes de setiembre, cuando el sacerdote Zacarías tuvo en el templo la visión a raíz de la cual su esposa Isabel concibió a San Juan Bautista: de donde se sigue que, habiendo la Santísima Virgen, según el relato de San Lucas, recibido la visita del Arcángel Gabriel, y concebido al Salvador del mundo en el sexto mes después del embarazo de Isabel, o sea, en Marzo, debía dar a luz en el mes de diciembre(1). 

No obstante eso, las Iglesias orientales no comenzaron a celebrar la Natividad de Nuestro Señor en el mes de diciembre hasta el siglo cuarto. Hasta entonces la habían celebrado, bien el 6 de enero, mezclándola bajo el nombre genérico de Epifanía con la Manifestación del Salvador a los Gentiles; bien el 25 del mes Pachón (15 de mayo) o el 25 del mes Pharmuth (20 de abril), si hemos de creer a Clemente de Alejandría. San Juan Crisóstomo afirma, en la Homilía que acabamos de citar y que pronunció en 386, que la costumbre de celebrar con la Iglesia romana el Nacimiento del Salvador el 25 de diciembre, databa solamente de diez años atrás en la Iglesia de Antioquía. Parece que este cambio fué ordenado por la autoridad de la Santa Sede, a la que vino a añadirse al final del siglo cuarto un edicto de los emperadores Teodosio y Valentianiano, prescribiendo la separación de las dos fiestas de la Natividad y de la Epifanía. La práctica de celebrar el 6 de enero este doble misterio solamente se ha conservado en la Iglesia cismática de Armenia; sin duda porque este país era independiente de la autoridad imperial y además el cisma y la herejía le sustrajeron a la influencia de Roma(2).

La fiesta de la Purificación de la Santísima Virgen, que cierra el ciclo de Navidad, es una de las cuatro fiestas de María más antiguas: es posible que, por tener su origen en el mismo relato evangélico, fuese ya celebrada en los primeros siglos del Cristianismo. De todos modos, en la Iglesia oriental, no la vemos establecida definitivamente el 2 de febrero hasta el siglo sexto, bajo el emperador Justiniano(3).

Si pasamos ahora a examinar el carácter del Tiempo de Navidad en la Liturgia latina, tenemos que reconocer que es un tiempo dedicado de una manera especial al júbilo que procura a la Iglesia la venida del Verbo divino en carne, y consagrado particularmente a felicitar a la Santísima Virgen por la gloria de su maternidad.

Esta doble idea de un Dios niño y de una Madre virgen se halla expresada de un modo continuo en las oraciones y ritos litúrgicos.

Así, por ejemplo, los Domingos y todas las tiestas que no son de rito doble durante todo el curso de esta festiva cuarentena, la Iglesia hace memoria de la fecunda virginidad de la Madre de Dios, por medio de tres Oraciones especiales que dice en la celebración del santo Sacrificio. Estos mismos días, en los Oficios de Laudes y Vísperas, solicita el sufragio de María, poniendo de relieve su calidad de Madre de Dios y la inviolable pureza que permaneció en ella, aún después de su alumbramiento. Finalmente, hasta el mismo día de la Purificación continúa con la costumbre de terminar todos sus Oficios con la solemne antífona del monje Hernán Contracto, en loor de la Madre del Redentor.

Tales son las demostraciones de amor y veneración con las que la Iglesia, honrando al Hijo en la Madre, exterioriza su religiosa alegría durante este período del Año litúrgico que conocemos con el nombre de Tiempo de Navidad.

Ya saben todos que el Calendario eclesiástico llega a contar seis semanas después de Epifanía, para los años en que la fiesta de Pascua se retrasa hasta el mes de abril. La cuarentena de Navidad a la Purificación cuenta a veces con cuatro de estos domingos. Otras veces solamente dos, y algunas uno sólo, cuando en ciertos años se anticipa de tal modo la Pascua, que obliga a celebrar en enero el domingo de Septuagésima, y aun el de Sexagésima. A pesar de todo, y como hemos dicho, nada se cambia en los ritos de esta alegre cuarentena, fuera del color morado y la omisión del Himno angélico en los domingos que preceden a la Cuaresma.

Aunque la Santa Iglesia venera con particular devoción, durante todo el curso del Tiempo de Navidad, el misterio de la Infancia del Salvador, el curso del Calendario, que aun en los años en que la fiesta de Pascua viene más atrasada, ofrece menos de seis meses para la celebración de toda la obra redentora, o sea desde Navidad a Pentecostés obliga a la Iglesia a anticipar en las lecturas del Evangelio, acontecimientos de la vida pública de Cristo; pero la Iglesia continúa recordándonos los encantos del divino Infante y la gloria única de su Madre, hasta el día en que vaya a presentarse en el Templo.

Los Griegos hacen también frecuentes Memorias de la maternidad de María en sus Oficios de todo este tiempo; pero sobre todo guardan una veneración particular a los doce días que trascurren entre la fiesta de Navidad y la de Epifanía, período designado en su Liturgia con el nombre de Dodecamerón. Durante este tiempo no observan ninguna abstinencia de carnes; incluso los Emperadores de Oriente hablan establecido que, por respeto a tan excelso misterio, estuviesen prohibidos los trabajos serviles y aun el ejercicio de los Tribunales hasta después del día 6 de enero.

Estas son las características históricas y los hechos positivos que contribuyen a crear el distintivo de esta segunda parte del Año litúrgico que conocemos con el nombre de Tiempo de Navidad. El capítulo siguiente tratará de desarrollar las ideas místicas de la Iglesia en este período tan querido a la piedad de sus hijos.



CAPÍTULO II
MÍSTICA DEL TIEMPO DE NAVIDAD

Todo es misterioso en los días que nos ocupan. El Verbo divino, cuya generación es anterior a la, aurora, nace en el tiempo; un Niño es Dios; una Virgen es Madre quedando Virgen; se entremezcla lo divino con lo humano y la sublime e inefable antítesis expresada por el discípulo amado en aquella frase de su Evangelio: EL VERBO SE HIZO CARNE, se repite en todas las formas y tonos en las oraciones de la Iglesia; resumiendo admirablemente el gran prodigio que acaba de verificarse en la unión de la naturaleza divina con la humana. Misterio desconcertador para la inteligencia, pero dulce al corazón de los fieles; es la consumación de los designios divinos en el tiempo, motivo de admiración y pasmo para los Ángeles y Santos en la eternidad, y al mismo tiempo principio y motivo de su felicidad. Veamos cómo se lo propone la Iglesia a sus hijos en la Liturgia.

EL DÍA DE NAVIDAD. — Hénos ya llegados, como a un término deseado, al día veinticinco de diciembre, después de cuatro semanas de preparación, símbolo de los miles de años del antiguo mundo; lo primero que sentimos es un movimiento natural de extrañeza al ver que este día es el único que posee la inmutable prerrogativa de celebrar el Nacimiento del Salvador; todo el ciclo litúrgico parece fatigarse en cambio, todos los años al tratar de dar a luz ese otro día variable, al que está ligada la memoria del misterio de la Resurrección.

Ya en el siglo cuarto, San Agustín se creyó obligado a explicar esta diferencia en su famosa epístola ad Ianuarium; en ella dice que, únicamente celebramos el día del Nacimiento del Salvador para conmemorar el Nacimiento efectuado por nuestra salvación, sin que el día mismo en que ocurrió tenga en si significado misterioso alguno; en tanto que el día de la semana en que se realizó la Resurrección, fué escogido en los decretos eternos, para expresar un misterio del que se debía hacer expresa conmemoración hasta el fin de los siglos. San Isidoro de Sevilla y el antiguo comentador de los ritos sagrados que durante mucho tiempo se creyó sería Alcuino, se adhieren en esta materia al parecer del Obispo de Hipona; Durando, en su Rationale, no hace más que explicar sus palabras,

Estos autores hacen notar que, conforme a la tradición eclesiástica, habiendo ocurrida,la creación del .hombre en viernes y muerto el Salvador en ese mismo día para expiar el pecado de los hombres; y habiéndose por otra parte, realizado la Resurrección de Jesucristo al tercer día, es decir el Domingo, día en que señala el Génesis la creación de la luz, "las solemnidades de la Pasión y Resurrección, como dice San Agustín, no tienen por objeto solamente el conmemorar los hechos, sino que además tienen un sentido sagrado y misterioso"

Pero no creamos que, por no estar ligada a ningún día de la semana en particular la celebración de la fiesta de Navidad el 25 de diciembre, haya quedado completamente exenta de un significado místico. En primer lugar, podríamos afirmar con los antiguos liturgistas, que la fiesta de Navidad recorre sucesivamente todos los días de la semana, para santificarlos y absolverlos de la maldición que el pecado de Adán había hecho recaer sobre cada uno de ellos. Pero existe otro mucho más sublime misterio que declarar en la elección de este día; misterio que, si no se refiere a la división del tiempo que Dios mismo trazó y que llamamos Semana, se relaciona del modo más significativo con el curso del gran astro por cuyo medio renacen y se conservan sobre la tierra el calor y la luz, es decir, la vida. Jesucristo, nuestro Salvador, la luz del mundo, nació en el momento en que la noche de la Idolatría y del pecado tenía sumergido al mundo en las más espesas tinieblas. Y he aquí que el día de ese nacimiento, el 25 de diciembre, es precisamente cuando este sol material, en lucha con las tinieblas y ya próximo a extinguirse, se reanima de repente y se dispone al triunfo.

En el Adviento, hemos advertido ya con los Santos Padres, la disminución de la luz física como un triste símbolo de estos días de universal espera; con la Iglesia hemos suspirado por el divino Oriente, por el Sol de Justicia el único que nos podrá librar de los horrores de la muerte del cuerpo y del alma. Dios nos ha oído, y en el mismo día del solsticio de invierno, célebre en el mundo antiguo por sus terrores y regocijos, nos concede juntamente la luz material y la antorcha de las inteligencias.

San Gregorio Niseno, San Ambrosio, San Máximo de Turín, San León, San Bernardo y los más celebrados liturgistas se complacen én señalar el profundo misterio impreso en su obra, a la vez natural y sobrenatural, por el Creador del universo; veremos que también hacen alusión a él las oraciones de la Iglesia en el Tiempo úe Navidad, como lo hicieron en el Adviento.

"En este día que hizo el Señor, dice San Gregorio de Nisa en su Homilía sobre Navidad, las tinieblas comienzan a disminuir y crece la luz, siendo arrojada la noche más allá de sus fronteras. En verdad, hermanos míos, esto no sucede al azar, ni al capricho de una extraña voluntad, el día en que resplandece El que es la vida divina de los hombres. Es la naturaleza quien bajo este símbolo revela un secreto a los que tienen la mirada penetrante, y son capaces de comprender esta circunstancia de la venida del Señor. Paréceme oír decir: ¡Oh hombre! piensa que, bajo las cosas que contemplas, te son revelados escondidos misterios. La noche, ya lo sabes, había llegado a su más larga duración y de repente se detiene. Considera la funesta noche del pecado, que había llegado a su colmo reuniendo en sí toda clase de culpables artificios; en el día de hoy ha sido detenida su carrera. Desde hoy será más pequeña y pronto quedará reducida a la nada. Contempla ahora los rayos del sol más vivos, el astro mismo más elevado en el cielo, y al mismo tiempo considera la verdadera luz del Evangelio que aparece ante todo el mundo."

Alegrémonos, hermanos míos, exclama a su vez San Agustín, porque este día es sagrado, no por razón del sol visible, sine por el nacimiento del invisible Creador del sol. El Hijo de Dios eligió este día para nacer, como eligió también una Madre, El, creador al mismo tiempo del día y de la Madre. Este día, efectivamente, en el que la luz comienza a crecer, era a propósito para simbolizar la obra de Cristo, quien, por medio de su gracia, renueva continuamente nuestro hombre interior. Habiendo resuelto el Creador eterno nacer en el tiempo, convenía que el día de su nacimiento estuviese de acuerdo con la creación temporal'.

En otro Sermón sobre la misma fiesta, el obispo de Hipona nos da la clave de una misteriosa frase de San Juan Bautista, que confirma maravillosamente el pensamiento tradicional de la Iglesia. Este admirable Precursor había dicho hablando de Cristo: Es necesario que El crezca, y que yo disminuya¿. Profética frase, que, en su sentido literal, significaba que la misión de San Juan Bautista iba a concluir, mientras que la del Salvador estaba comenzando; pero, podemos ver también en ella, con San Agustín, un segundo misterio: "Juan vino al mundo cuando los días empiezan a disminuir, Cristo nació en el momento en que comienzan a crecer." De este modo, todo es misterioso: la salida del Astro Precursor en el solsticio del verano, y la aparición del Sol celestial en el tiempo de las tinieblas.

La ciencia miope y ya anticuada de los Dupuis y de los Volney creía haber derrumbado los fundamentos de la superstición religiosa, por haber descubierto, entre los pueblos antiguos, la existencia de una fiesta del sol en el solsticio de invierno; les parecía que una religión no podía considerarse como divina, desde el momento en que su culto ofrecía analogías con fenómenos de un mundo, que si hemos de creer a la Revelación, no fué creado por Dios sino en vista de Cristo y de su Iglesia. Nosotros, en cambio, los católicos, hallamos la confirmación de nuestra fe donde estos hombres creyeron momentáneamente hallar su ruina (Ya hemos visto anteriormente que la fiesta de Navidad no ocupó en un principio un lugar uniforme en los distintos calendarios de la Iglesia. Piensan hoy muchos autores que esta fiesta fué fijada definitivamente en el 25 de diciembre para alejar a los fieles de una fiesta pagana muy popular, la fiesta del solsticio, que celebraba el triunfo del sol sobre las tinieblas la noche del 24 al 25 de diciembre. Este sistema de oponer una fiesta cristiana a otra pagana muy en boga, lo empleó la Iglesia con frecuencia en los siglos primeros y siempre con feliz resultado),

Ya hemos, pues, explicado el misterio fundamental de esta festiva cuarentena, al descorrer el velo que ocultaba en la predestinación eterna, el misterio de ese día veinticinco de diciembre, que iba a ser el día del Nacimiento de Dios sobre la tierra. Tratemos de descubrir ahora con todo respeto un segundo misterio, el del lugar donde se realizó el Nacimiento.

EL LUGAR DEL NACIMIENTO. —Se trata de Belén. De Belén saldrá el caudillo de Israel. Lo había dicho el Profeta': lo saben los Pontífices judíos y dentro de unos días se lo declararán a Herodes2. Pero ¿por qué razón fué escogida esta obscura ciudad con preferencia a otra, para ser el escenario de tan sublime suceso? Estad atentos, ¡oh cristianos! El nombre de la ciudad de David significa casa del Pan: he ahí por qué la escogió para manifestarse en ella, el que es Pan vivo bajado del cielo \ Nuestros padres comieron el maná en el desierto y murieron6; pues, he ahí al Salvador del mundo, que viene a alimentar la vida del género humano por medio de su carne, que es verdadero manjar5. Hasta ahora Dios permanecía alejado del hombre: en adelante, ambos no serán más que una sola cosa. El Arca de la Alianza, que contenía sólo el maná corporal, es reemplazada por el Arca de la nueva Alianza; Arca más pura e incorruptible que la antigua: la incomparable Virgen María, la cual nos presenta al Pan de los Ángeles, alimento que transforma al hombre en Dios; pues, según dijo Jesucristo: El que come mi carne, vive en mí y yo en él.

JESÚS, PAN NUESTRO. — Esa es la divina transformación que el mundo esperaba desde hace tanto tiempo y por la que ha suspirado la Iglesia durante las cuatro semanas del Tiempo de Adviento. Por fln ha llegado la hora y Cristo va a entrar en nosotros, si queremos recibirle Su deseo es unirse a nosotros como ya se unió a la naturaleza humana en general, y para eso quiere hacerse nuestro Pan, nuestro alimento espiritual. No tiene otra finalidad su venida a las almas en este místico período. No viene a juzgar al mundo sino a salvarle, para que todos tengan vida, y una vida más abundanteNo descansará, pues, el divino amigo de nuestras almas hasta que se haya adentrado en nosotros de forma, que no seamos nosotros los que vivamos, sino El en nosotros; y para que con más suavidad se realice el misterio, el dulce fruto de Belén se dispone a entrar en nosotros bajo la forma de niño, para Ir luego creciendo en edad y sabiduría delante de Dios y de los hombres

Y cuando nos haya transformado en si, después de habernos visitado por su gracia y por el alimento de su amor, aún realizará en nosotros un nuevo prodigio. Hechos una misma carne y un mismo corazón con Jesús, Hijo del Padre celestial, seremos también, por el hechó mismo hijos de su Padre, de mañera que ei Discípulo amado pueda exclamar: Hijitos míos, mirad qué caridad nos ha hecho el Padre, ser hijos de Dios no sólo de nombre sino en realidad Mas de esta suprema felicidad del alma cristiana y dé los medios que se la ofrecen para mantenerla y acrecentarla, hablaremos en otro lugar más desahogadamente.

LITURGIA DE NAVIDAD. — Nos queda por decir unas palabras sobre los colores «imftffiHnqs uahdos por la Iglesia en este tiempo. El adoptado durante los veinte primeros días, que van hasta la Octava de Epifanía, es el blanco. Solamente lo abandona para honrar la púrpura de los mártires Esteban y Tomás de Cantorbery y para asociarse al duelo de Raquél que llora por sus hijos, en la fiesta de los Santos Inocentes; fuera de estos tres casos, la blancura de los ornamentos sagrados manifiesta la alegría que los Ángeles comunicaron a los pastores, el brillo del naciente Sol divino, la pureza de la Virgen Madre y el candor de las almas peles que se apiñan alrededor de la cuna del Niño Dios.

Durante los veinte últimos días, las frecuentes fiestas de los Santos exigen que los ornamentos de la Iglesia estén en armonía, bien con las rosas de los Mártires, bien con las Inmortales que forman la corona de los Pontífices y Confesores, bien con los lirios que adornan a las Vírgenes. Los domingos, cuando con ellos no coincide ninguna fiesta de rito doble de segunda clase que imponga el color rojo o blanco, y cuando la Septuagésima no ha comenzado aún esa serie de semanas que preceden a la Pasión de Cristo, los ornamentos de la Iglesia son de color verde. La elección de este color quiere indicar, según los liturgistas, que con el Nacimiento del Salvador, que es la flor de los campos, ha nacido también la esperanza de nuestra salvación y que, pasado el invierno de la gentilidad y del judaismo, comienza a reverdecer la primavera de la gracia.

Terminamos aquí la explicación mística de las prácticas generales del tiempo de Navidad. Sin duda nos quedan todavía numerosos símbolos que aclarar; pero, como los misterios a que se refieren son propios de ciertos días en particular, más bien que del conjunto de esta parte del Año Litúrgico, de ellos hemos de tratar detalladamente y día por día, sin omitir ninguno.



CAPÍTULO III
PRÁCTICA DEL TIEMPO DE NAVIDAD


IMITAR A LA IGLESIA, — Ha llegado el momento en que el alma fiel va a recoger el fruto de los esfuerzos realizados en la carrera penosa del Adviento, para preparar una morada al Hijo de Dios, que quiere nacer en ella. Ha llegado el día de las bodas del Cordero, y la Esposa está preparada. Ahora bien, esta Esposa es la Santa Iglesia; toda alma fiel es esposa. Dios infinito se da enteramente y con una especial ternura a todo el rebaño y a cada una de sus ovejas. ¿Cuál será nuestro ornato para salir al encuentro del Esposo? ¿Cuáles las perlas y joyas con que decoraremos nuestras almas para tan afortunada entrevista? La Santa Iglesia nos da instrucciones sobre este punto en su Liturgia; y sin duda, lo mejor que podemos hacer es imitarla en todo, ya que ella es siempre bien atendida y, por ser nuestra Madre, debemos siempre escucharla.

Pero antes de hablar de la venida mística del Verbo a las almas, antes de publicar los secretos de esta sublime intimidad entre el Criador y su criatura, señalemos primeramente con la Iglesia los deberes que la naturaleza humana y cada una de nuestras almas tienen que cumplir con el divino Infante, que nos han otorgado por ñn los cielos como un benéfico rocío. Durante el Adviento, nos hemos unido a los santos del Antiguo Testamento para implorar la venida del Mesías Redentor; ahora que ya ha nacido, consideremos los honores que debemos tributarle.

ADORACIÓN. — Pues bien, en este santo tiempo, la Iglesia ofrece al Niño Dios el tributo de sus profundas adoraciones, los transportes de sus inefables alegrías, el homenaje de su agradecimiento infinito, la ternura de su amor incomparable. Estos sentimientos, adoración, alegría, agradecimiento, amor, expresan el conjunto de actos que toda alma fiel debe también tributar al Emmanuel en su cuna. Las oraciones de la Liturgia la prestarán su voz pura y perfecta; mas penetremos en la naturaleza de esos sentimientos para sentirlos mejor y hacer totalmente nuestra la forma con la que los expresa la Santa Iglesia.

Nuestro primer deber ante la cuna del Salvador es la adoración. La adoración es el primero de los actos de religión; pero se puede decir que, en el misterio de Navidad, todo parece contribuir a hacer ese deber más sagrado todavía. En el cielo, los Ángeles se cubren el rostro y se postran ante el trono de Dios; los veinticuatro ancianos deponen continuamente sus diademas ante la Majestad del Cordero; ¿qué hemos de hacer nosotros, pecadores, miembros indignos del pueblo redimido, cuando el mismo Dios se humilla y anonada por nosotros; cuando, por el más sublime de los cambios, los deberes de la criatura para con su Creador son por El mismo realizados, cuando Dios eterno no sólo se inclina ante la Majestad Infinita, sino ante el hombre pecador?

Es, pues, justo que, a la vista de un espectáculo semejante, procuremos con nuestras profundas adoraciones devolver al Dios que se humilla por nosotros una partecita de lo que le sustrae su inmenso amor al hombre y su fidelidad a los mandatos de su Padre. Debemos, en cuanto nos sea posible, imitar en la tierra los sentimientos de los Ángeles del cielo, y no acercarnos nunca al divino Niño sin ofrecerle el incienso de una sincera adoración, las protestas de nuestro vasallaje y la pleitesía del acatamiento debido a su Infinita Majestad, tanto más digna de nuestro respeto cuanto más se rebaja por nosotros. ¡Ay de nosotros si, demasiado familiarizados con la aparente flaqueza del divino Infante, y con sus tiernas caricias, creyéramos poder prescindir de esa primera obligación y olvidarnos de lo que El es y lo que somos nosotros!

El ejemplo de la Purísima Virgen María nos ayudará mucho a conservar en nosotros esa humildad. María era humilde delante de Dios antes de ser Madre; después de serlo, es más humilde todavía ante su Dios y su Hijo. Pues nosotros, despreciables criaturas, pecadores mil veces perdonados, adoremos con todas nuestras potencias a Aquel que desde tan elevadas alturas baja hasta nuestra miseria, y tratemos de compensar con nuestros actos de humildad, ese eclipse de su gloria que se realiza en la cueva y en los pañales.

Mas en vano intentaríamos colocarnos al nivel de su humildad; sería preciso ser Dios para llegar a las humillaciones de un Dios.

ALEGRÍA. — Pero la Santa Iglesia no ofrece solamente al Niño Dios el tributo de sus profundas adoraciones; el misterio del Emmanuel, del Dios con nosotros, es también para ella fuente de inefable alegría. El respeto debido a Dios se conjuga de un modo admirable, en sus cánticos sublimes, con la alegría que los Ángeles la recomendaron. Tiene a gala imitar el regocijo de los pastores, que a toda prisa y rebosantes de contento acudieron a Belén (4) y también la alegría de los Magos, cuando a su salida de Jerusalén volvieron a ver la estrella (5). Es el motivo de que toda la cristiandad consciente celebre el divino Natalicio con cantos alegres y populares, conocidos con el nombre de Villancicos.

Unámonos, oh cristianos, a esa jubilosa alegría; no es tiempo de lágrimas ni suspiros: Un Niño nos ha nacido(6). Ha llegado el que esperábamos y ha llegado para morar con nosotros. Como ha sido larga la espera, deberá ser embriagador el gozo de poseerle. Día llegará, y muy pronto, en que este niño que hoy nace, hecho ya hombre, será el varón de dolores. Entonces nos lamentaremos con El; ahora debemos alegrarnos de su venida y cantar con los Ángeles junto a su cuna. Estos cuarenta días pasarán veloces; recibamos con el corazón dilatado la dicha que nos viene de arriba como un don celestial. La Sabiduría divina nos enseña que el corazón del justo es una continua fiesta¡(7), porque en él reside la paz: ahora bien, estos días ha venido la Paz a la tierra, la Paz a los hombres de buena voluntad.

AGRADECIMIENTO. — A esta mística y deliciosa alegría viene como por sí mismo a unirse el sentimiento de gratitud para con Aquel que, sin detenerse ante nuestra indignidad ni ante las consideraciones debidas a su infinita Majestad, quiso escoger una Madre entre las hijas de los hombres, y una cuna en un establo: tan empeñado estaba en la obra de nuestra salvación, en apartar de sí todo lo que pudiera inspirarnos miedo o timidez y en animarnos con su divino ejemplo a seguir el camino de la humildad, por donde debemos marchar para llegar al cielo, perdido por nuestro orgullo.,

Recibamos, pues, con el corazón emocionado el precioso regalo de un Niño libertador. Es el Hijo único del Padre, de ese Padre que amó al mundo hasta el extremo de entregarle su propio Hijo(8); y es el mismo Hijo único quien confirma plenamente la voluntad de su Padre, viniendo a ofrecerse por nosotros porque El lo quiso(9). En verdad, al entregárnosle el Padre ¿no nos lo ha dado todo con El, como dice el Apóstol?(10) ¡Oh inestimable dádiva! ¿Podríamos ofrecer un agradecimiento equivalente al regalo, cuando, en el fondo de nuestra miseria, somos incapaces de estimar su valor? En este misterio, sólo Dios y el divino Infante, que guarda el secreto en el fondo de su cuna, saben perfectamente lo que nos dan;

AMOR. —Pero, si la gratitud no puede ser proporcionada a la dádiva ¿quién habrá de pagar la deuda? Sólo el amor será capaz de hacerlo, porque, por muy limitado que sea, no tiene medida, y siempre puede ir en aumento. Por eso la santa Iglesia se siente invadida de una inefable ternura en la cueva, después de haber adorado, bendecido y dado gracias, y exclama: ¡Cuán hermoso eres, oh amado mío!(11) ¡Oh divino Sol de justicia, cuán suave es a mi vista, tu despertar! ¡Cuán vivificantes tus rayos para mi corazón! ¡Cómo se afianza tu triunfo en mi alma cuando la vences con las armas de la pobreza, de la humildad y de la infancia! Y todas sus palabras son palabras de amor; la adoración, la alabanza, la acción de gracias no son en sus Cánticos más que expresión variada e íntima del amor que transforma todos sus sentimientos.

Sigamos también nosotros, oh cristianos, a nuestra Madre la Iglesia y llevemos nuestros corazones al Emmanuel. Los Pastores le ofrendan su sencillez, los Magos le llevan ricos presentes; unos y otros nos enseñan que nadie debe presentarse ante el divino Infante sin ofrecerle un donativo digno. Ahora bien, es preciso que lo sepamos: ningún tesoro estima tanto como el que ha venido a buscar. El amor le hizo bajar del cielo; ¡compadezcamos al corazón que no le entrega su amor!

Estos son los deberes que nuestras almas deben tributar a Jesucristo en la primera venida, que hizo en carne y flaqueza, como dice San Bernardo, no para juzgar al mundo sino para salvarle.

Sobre el Advenimiento del último día envuelto en gloria y terrible majestad, ya hemos meditado bastante en las semanas del Adviento. El temor de la futura ira ha debido despertar de su somnolencia a nuestros corazones, disponiéndolos a recibir humildemente la visita del Salvador en esta venida intermedia, que se realiza secretamente en el fondo de las almas, y cuyo inefable misterio vamos a tratar de esclarecer.

LA VÍA ILUMINATIVA. — Ya hemos demostrado que el Tiempo de Adviento pertenece a esa fase de la vida espiritual que la Teología Mística designa con el nombre de Via purgativa, durante la cual el alma se desprende del pecado y de las ataduras del mismo, por temor del juicio de Dios, por la mortificación y por la lucha cuerpo a cuerpo contra la concupiscencia. Suponemos, por tanto, que toda alma fiel ha pasado ya por este valle de amargura antes de ser admitida al banquete al que convidaba la Iglesia en nombre del Señor y por boca del Profeta Isaías a todos los pueblos, cuando nos invitaba a cantar. He aquí mostró Dios; le hemos estado esperando.; por fin viene a salvarnos; hemos soportado su tardanza; saltemos de gozo por la salvación que nos trae(12). Se puede también decir con verdad que, así como hay muchas moradas en la casa del Padre celestial(13), de la misma manera la Iglesia admite en esta solemne fiesta una gran variedad de sentimientos y disposiciones entre los numerosos hijos suyos que en estos días se agolpan alrededor de la mesa en que se distribuye el Pan divino. Los unos estaban muertos a la gracia y el auxilio del santo tiempo de Adviento los ha hecho revivir; otros que gozaban ya de vida, han reanimado su amor con sus anhelos, y la entrada en Belén ha sido para ellos un acrecentamiento de vida divina.

Así pues, el alma que ha entrado en Belén, o sea en la Casa del Pan, unida al que es la Luz del mundo(14) no camina en tinieblas. El misterio de Navidad es un misterio de luz, y la gracia que comunica a nuestra alma, la sitúa, si permanece fiel, en ese segundo estado de la vida mística conocido con el nombre de Vía iluminativa. En adelante no tenemos que afligirnos esperando al Señor, ha venido ya y ha hecho luz en nosotros, y su luz no se extinguirá. Más bien crecerá a medida que el Año litúrgico se vaya envolviendo. ¡Ojalá no perdamos de vista en nuestras almas el crecimiento de esa luz, y lleguemos con su ayuda al don de la unión divina que corona al mismo tiempo al Año litúrgico y ál alma por él santificada!

Mas, en el misterio de Navidad y de sus cuarenta días, la luz se nos da todavía proporcionada a nuestra flaqueza. Sin duda es el Verbo divino, la Sabiduría del Padre, el que se nos propone a nuestro conocimiento e imitación; pero este Verbo, esta Sabiduría, aparecen bajo formas infantiles. Nada hay, por consiguiente, que nos impida acercarnos. No se da aquí un trono sino una cuna; no un palacio sino un establo; no se trata todavía de penas, de sudores, de cruz o de sepultura; pero tampoco de gloria y triunfo; sólo aparecen la dulzura, la sencillez y el silencio. Acercáos, pues, nos dice el Salmista, y seréis iluminados(15).

¿Quién sería capaz de declarar dignamente el misterio de la infancia de Cristo en las almas, y de la infancia de las almas en Cristo? Este doble misterio, que se realiza en este santo tiempo, ha sido explicado maravillosamente por San León en su sexto Sermón sobre la Natividad del Salvador, cuando dice: "Aunque esta infancia, que la majestad del Hijo de Dios no desdeñó, haya dado paso sucesivamente a la edad del hombre perfecto, y aunque, después del triunfo de la Pasión y de la Resurrección, toda la serie de actos de humildad de que habla hecho gala el Verbo haya terminado para nosotros, la festividad del día viene a renovarnos el Nacimiento de Jesús por medio de la Virgen María; al adorar el Nacimiento de nuestro Salvador, no hacemos más que celebrar nuestro propio nacimiento. Efectivamente, esta generación temporal de Cristo es el origen del pueblo cristiano y el nacimiento de la Cabeza lo es también del cuerpo. Sin duda, cada uno de los llamados tiene su rango propio y los hijos de la Iglesia se distinguen unos de otros en la sucesión de los tiempos; pero el conjunto de los fieles, salido de la fuente bautismal, así como fué crucificado con Cristo en su Pasión, resucitado en su Resurrección, colocado a la diestra del Padre en su Ascensión, así también es dado a luz con El en este Nacimiento. Todo hombre, en cualquier parte del mundo creyente que habite, es regenerado en Cristo; se le borra la antigüedad de su primera generación; renace a un nuevo hombre, y en adelante no se hallará en la filiación de su padre carnal, sino más bien en la naturaleza de ese Salvador que se ha hecho Hijo del hombre para que nosotros podamos llegar a ser hijos de Dios."

EL NUEVO NACIMIENTO.— ¡He ahí el misterio de Navidad! Aquí cuadra perfectamente lo que nos dice el Discípulo amado en la lectura del Santo Evangelio que la Iglesia nos propone en la tercera Misa de esta gran fiesta. A los que quisieron recibirle, les dió poder para hacerse hijos de Dios, a los que creen en su Nombre, que no han nacido de la carne ni de la sangre, ni de la voluntad del hombre, sino de la voluntad de Dios. Por consiguiente, todos los que, después de haber purificado su alma y de haber sido liberados de la esclavitud de la carne y de la sangre, después de haber renunciado a cuanto del hombre pecador tenían, quieren abrir su corazón al Verbo divino, a esa Luz que brilla en las tinieblas y que las tinieblas no comprenden, todos esos nacen con Jesucristo, nacen de Dios; comienzan una nueva vida en este misterio lo mismo que el Hijo de Dios.

¡Qué hermosos son estos preludios de la vida cristiana! ¡Cuán grande la gloria de Belén, es decir de la Santa Iglesia, la verdadera Casa del Pan, en cuyo seno nace estos días tanta multitud de hijos de Dios en todo el mundo! ¡Oh perpetua lozanía de nuestros Misterios que nada es capaz de agostar! El Cordero inmolado desde el comienzo del mundo se sacrifica continuamente después de su inmolación histórica; y ved cómo, nacido una vez de la Virgen María, pone su gloria en renacer de nuevo en las almas. Y no creamos disminuir el honor de la divina Maternidad, pensando que cada uno de nosotros puede llegar a la dignidad de María. "Lejos de eso, nos dice el Venerable Beda en su Comentario sobre San Lucas, es necesario que en medio de la muchedumbre, levantemos la voz como la mujer del Evangelio, que representaba a la Iglesia católica, para decir al Salvador: ¡Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te amamantaron"! Prerrogativa incomunicable, en efecto, y que consagra para siempre a María como Madre de Dios y Madre de los hombres. Esto no quiere decir que vayamos a olvidar la respuesta que dió el Salvador a la mujer de que habla San Lucas: Más dichosos aún, dice, los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica(16). "Por medio de esta frase, continúa el Venerable Beda, Cristo declara feliz no sólo a la que tuvo el privilegio de engendrar corporalmente al Verbo divino, sino también a todos aquellos que tratan de concebir espiritualmente a ese mismo Verbo por la obediencia de la fe y que, por la práctica de las buenas obras, le dan a luz en su propio corazón y en el de sus hermanos, cuidándole allí con maternal solicitud. Si la Madre de Dios, fué por tanto, llamada con justicia dichosa, porque fué ministro de la Encarnación del Verbo en el tiempo, ¡cuánto más dichosa fué permaneciendo siempre en su amor"!

¿No es acaso idéntica doctrina la que nos declara el Salvador en otra circustancia, cuando dice: El que hiciere la voluntad de mi Padre, que está en los cielos, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre!(17). Y, ¿por qué fué enviado el Angel a María con preferencia a otra cualquiera de las hijas de Israel, sino porque había ya concebido al Verbo divino en su corazón, por la entereza de su amor, lo profundo de su humildad y el mérito incomparable de su virginidad? Del mismo modo, ¿cuál es la causa de ese brillo de santidad que resplandece en la Madre de Dios hasta la eternidad, sino el que esta mujer bendita entre todas las mujeres, después de haber concebido y dado a luz según la carne al Hijo de Dios, le concibe y engendra continuamente según el espíritu, por su fidelidad a la voluntad del Padre celestial, por su amor a la luz increada del Verbo divino, por su unión con el Espíritu Santo que habita en ella?

Mas ningún humano debe creerse desheredado del honor de poder seguir a María, aunque de lejos, en este privilegio de la maternidad espiritual, cuando esta soberana Virgen ha realizado ya la gloriosa misión de abrirnos el camino por medio del alumbramiento temporal que ahora celebramos, y que ha sido para el mundo la iniciación en los misterios divinos. En las semanas de Adviento hemos debido preparar los caminos del Señor, y hemos debido concebirle en nuestras almas; apresurémonos a darle a luz con nuestras obras, para que el Padre celestial, no viéndonos ya a nosotros dentro de nosotros mismos, sino sólo a su Verbo desarrollándose en nosotros, pueda decirnos, en su misericordia, lo que en otra ocasión dijo con plena verdad: Ese es mi Hijo muy amado, en quien tengo puestas mis complacencias(18).

Para conseguirlo, fijémonos en la doctrina del seráfico San Buenaventura, quien elocuentemente nos declara cómo se opera el Nacimiento de Cristo en las almas. "Este feliz nacimiento se realiza, dice el santo Doctor en una Exhortación de la fiesta de Navidad, cuando el alma preparada por una larga meditación pasa por fin a la acción; cuando estando la carne sometida al espíritu, se ejecuta también la obra buena; entonces la paz y la alegría interiores renacen en el alma. En este nacimiento no hay quejas, dolores ni lágrimas; todo es admiración, emoción y gloria. Mas, si este nacimiento te agrada ¡oh alma devota!, piensa en ser María. Ahora bien, este nombre significa amargura: llora amargamente tus pecados; significa estrella: sé resplandeciente en virtudes; significa, finalmente, señora: aprende a sojuzgar las pasiones de la carne. Entonces nacerá en ti Cristo, sin dolor y sin trabajo. Entonces el alma conoce y gusta cuán dulce es el Señor Jesús. Experimenta esta dulzura cuando con santas meditaciones alimenta a este divino Niño, cuando le baña en sus lágrimas, cuando le envuelve en sus castos deseos, cuando le aprieta con abrazos de santa ternura, cuando le da calor en lo más íntimo de-su corazón. ¡Oh feliz cueva de Belén! en ti me es dado encontrar al Rey de la gloria; pero más feliz todavía que tú es el corazón devoto, que posee espiritualmente al que tú sólo pudiste poseer corporalmente."

Ahora bien, para pasar de la concepción del Verbo a su nacimiento en nuestras almas, es decir, para pasar del Adviento al Tiempo de Navidad, es necesario que tengamos continuamente fijos los ojos de nuestro corazón en Aquel que quiere nacer en nosotros, y en el cual vuelve a nacer la naturaleza humana. Debemos mostrarnos celosos de reproducir sus rasgos con nuestra débil y lejana imitación, y con tanto más interés, cuanto que nos dice el Apóstol que lo que buscará en nosotros el Padre celestial cuando se trate de declararnos capaces de la divina predestinación, no será otra cosa que la Imagen de su Hijo(19).

Escuchemos, pues, la voz de los Ángeles y pasemos hasta Belén. He ahí la señal, se nos dice: encontraréis un niño envuelto en pañales y recostado en un pesebre(20). Por tanto, cristianos, debéis haceros niños; debéis conocer nuevamente los pañales de la infancia; debéis bajar de vuestras alturas y acercaros al Salvador descendido del cielo, para ocultaros también en la humildad de la cueva. De esta manera comenzaréis con El una nueva vida; y la luz, que continúa siempre creciendo hasta el día perfecto, os iluminará sin abandonaros ya nunca; de suerte, que, empezando por ver a Dios en su naciente esplendor, el cual da lugar todavía a la fe, mereceréis contemplarle en la gloria de su Transfiguración divina, y os prepararéis para la dicha de aquella UNIÓN que no es sólo la luz sino la plenitud y el descanso del amor.

LA CONVERSIÓN. — Hasta ahora hemos hablado a los miembros vivos de la Iglesia; hemos tenido en vista a los que se llegaron al Señor durante el santo tiempo de Adviento, y a los que, viviendo de la gracia del Espíritu Santo al terminar el Año litúrgico, comenzaron el nuevo esperando, preparándose y disponiéndose a renacer con el Sol divino; pero no debemos olvidar a aquellos de nuestros hermanos que voluntariamente han estado muertos, a los cuales ni la proximidad del Emmanuel, ni la expectación universal han logrado despertar de sus sepulcros. A ellos también debemos anunciarles, en el seno de esa muerte, voluntaria, sí, pero capaz de resurrección, que la benignidad y la misericordia de nuestro Dios Salvador han aparecido en el mundo(21). Así pues, si por casualidad cayera nuestro libro en manos de algunos de esos que invitados a darse al Niño Todopoderoso no lo hubiesen hecho todavía, y que, en vez de suspirar por El durante las semanas pasadas, hubiesen seguido en el pecado y en la indiferencia, a todos esos podríamos recordarles la antigua costumbre de la Iglesia, confirmada por el canon décimoquinto del Concilio de Agda (506), en el que se ordena que todos los fieles se acerquen a la sagrada Eucaristía en la fiesta de Navidad, así como en la de Pascua y Pentecostés, bajo pena de no ser considerados como católicos. Nos agradaría poder describirles la alegría de la Iglésia que, en el mundo entero y a pesar del enfriamiento de la caridad, contempla estos días a innumerables fieles celebrando el Nacimiento del Cordero que quita los pecados del mundo y comulgando en el sacramento de su cuerpo y de su sangre.

Entendedlo, bien, pecadores: la fiesta de Navidad es una fiesta de perdón y misericordia, en la que el justo y el pecador se reúnen en torno a la misma mesa. El Padre celestial ha determinado conceder amnistía a muchos culpables, en gracia al Nacimiento de su Hijo; es más, no excluye del perdón sino a los que voluntariamente se obstinan en rechazarlo. Así y no de otro modo se debe celebrar la venida del Emmanuel.

Por lo demás, estas frases de invitación no las lanzamos nosotros por cuenta propia e imprudentemente; lo hacemos en nombre de la Iglesia que os invita a comenzar el edificio de vuestra nueva vida, el día en que el Hijo de Dios comienza la carrera de su vida humana. Las tomamos de un ilustre y santo Obispo de la Edad media, el piadoso Rabano Mauro, que, en una Homilía sobre el Nacimiento del Salvador, no temía invitar a los pecadores a venir a sentarse al lado de los justos, en aquel dichoso establo donde los brutos animales supieron reconocer a su Señor.

"Os ruego, mis queridos hermanos, decía, recibáis en buena disposición las palabras que el Señor me va a dictar para vosotros en este dulcísimo día, que trae la compunción a los mismos infieles y pecadores, en este día que ve al pecador implorando perdón con lágrimas de arrepentimiento, al cautivo no desesperando ya de volver a su patria, al herido deseando su salud. En este día nace el Cordero que quita los pecados del mundo, Cristo nuestro Salvador: nacimiento que es fuente de deliciosa alegría para aquel cuya conciencia está tranquila; que despierta la intranquilidad en aquel cuyo corazón está enfermo; día verdaderamente dulce y lleno de perdón para las almas arrepentidas. Os lo prometo pues, hijitos míos, y os lo digo con seguridad: todos los que en este día se arrepientan y no quieran volver más al vómito de sus pecados, recibirán cuanto pidieren. Sólo una condición se les impone: que tengan una fe ciega y que no busquen más sus vanos placeres.

Verdaderamente, ¿cómo podría desesperar el pecador el día mismo en que es destruido el pecado del mundo entero? En este día en que nace el Señor, hagamos promesas, mis queridos hermanos, hagamos promesas a este Redentor y guardémoslas, conforme a lo que está escrito: Venid al Señor Dios vuestro y presentadle vuestros votos. Prometamos en paz y confianza; que El nos dará medios para que podamos cumplir nuestras promesas. Pero entended que no se trata aquí de ofrecer cosas caducas y terrenas. Debemos ofrecerle lo que el Señor ha redimido en nosotros, es decir, el alma. Y si me decís: ¿Cómo ofrecer mi alma al Salvador si ya la tiene en su poder? os responderé: Le ofreceréis el alma por medio de vuestras piadosas costumbres, por vuestros castos pensamientos, por vuestras obras vivas, apartándoos del mal y practicando el bien, amando a Dios y al prójimo, obrando misericordia, porque también nosotros fuimos desgraciados antes de recibir misericordia; perdonando a los que nos ofenden, porque también le hemos ofendido; arrrojando a núestros pies la soberbia, porque ella fué la que perdió al primer hombre."

Así se expresa la piedad de la Santa Iglesia, que convida a los pecadores al banquete del Cordero hasta que el salón esté repleto(22). La Esposa de Jesucristo vive en alegría, como efecto de la gracia regeneradora que el Sol divino la presta. Comienza un nuevo año para ella, que, como los anteriores, deberá ser fecundo en flores y frutos. La Iglesia renueva su juventud como el águila; una vez más va a dirigir en la tierra el desarrollo del sagrado ciclo, derramando a su vez sobre el pueblo fiel las gracias de que es portador. En este momento nos ofrece el conocimiento y el amor del Niño Dios: seamos dóciles a esta primera iniciación para que merezcamos crecer con Cristo en edad y en sabiduría, delante de Dios y de los hombres(23). El misterio de Navidad es la puerta de todos los demás; pero puerta de la tierra y no del cielo. "No podemos todavía, dice San Agustín (Sermón XI sobre el Nacimiento del Señor), no podemos todavía contemplar el resplandor de Aquel que es engendrado por el Padre antes que la aurora(24); visitemos al que ha nacido de una Virgen a media noche. Imposible comprender cómo su Nombre es antes que el sol1; confesemos que ha puesto su tienda en la que es pura como el sol. No nos es dado ver aún al Hijo que habita en el seno del Padre; acordémonos del Esposo que sale de la cámara nupcial. No estamos todavía maduros para el banquete de nuestro Padre; reconozcamos el pesebre de Jesucristo nuestro Señor'".


Notas

1.- El documento más antiguo que nos permite afirmar que la fiesta de Navidad era celebrada desde el afio 336 en el día 25 de diciembre, es el calendarlo filocaliano compuesto en 354. Efectivamente, fué poco después del concilio de Nicea (325) cuando la Iglesia romana instituyó una fiesta en conmemoración del Nacimiento del Salvador. Aunque los historiadores modernos están de acuerdo en decir que las fechas del 25 de diciembre y del 6 de enero no se apoyan en una tradición histórica, es muy legitimo creer que la Iglesia las ha escogido por algún motivo serlo.
2.- Tampoco Jerusalén conoció más fiesta que la del 6 de enero hasta fines del siglo IV.
3.- Los últimos trabajos de los Liturgistas han demostrado que esta fiesta comenzó a celebrarse en Jerusalén, no el 2 de febrero, como lo fué más tarde en Roma, sino el 14 de febrero, cuarenta días después de la fiesta de Navidad que los Orientales celebraban el 6 de enero. La Peregrinatio Sylviae (hacia el año 400) hace notar que esta fiesta era celebrada en 380 en Belén y Jerusalén, en la basílica de la Anástasis, y con la misma solemnidad que la de Pascua. La Crónica de Teófanes nos dice que fué Introducida en Constantinopla entre 534 y 542 y celebrada el 2 de febrero. De allí pasó a Roma. El Líber Pontificalis señala que Sergio (687-701) Instituyó una letanía para las cuatro fiestas de Nuestra Señora (Purificación, Dormición, Natividad y Anunciación), de donde se deduce que ya existían, sin que se pueda saber desde cuándo.
4,. San Lucas, II, 16.
5.- San Mateo, II, 10.
6.- Isaías, IX, 6.
7.- Prov. XV, 15.    
8.- San Juan III, 16.
9.- Isaías LIII, 7.
10.- Romanos, VIII, 32
11.- Cantar, I, 15.
12.- El Sábado de la segunda semana de Adviento.
13.- San Juan, XIV, 2.
14.- San Juan, VIII, 12.
15.- Salmo, XXXIII, 6.
16.- San Lucas, XI, 28.
17.- San Mateo, XI, 50.
18.- San Mateo, III, 17.
19.- Romanos, VIII, 29.
20.- San Lucas, II, 12.  
21.- Tito, III, 4.
22.- San Lucas, XIV, 23.
23.- Ibid., II, 52.
24.- Salmo, CIX, 3.

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