sábado, 12 de octubre de 2024

Dom Gueranger: Domingo XXI después de Pentecostés

 



DOMINGO XXI DESPUÉS DE PENTECOSTÉS

Año Litúrgico – Dom Prospero Gueranger


EL OFICIO

Los Domingos que van a continuación son los últimos del ciclo anual, pero el grado de proximidad que los relaciona con su último término, varía cada año con la Pascua. Esta variación imposibilita la coincidencia exacta entre la composición de sus Misas y las lecturas del Oficio nocturno, que se hacen de un modo fijo desde agosto de la manera que hemos dicho[1]. La instrucción que los fieles deben sacar de la sagrada Liturgia sería incompleta, ni verían tampoco la solicitud de la Iglesia en estas últimas semanas tan claramente como conviene para dejarse dominar de ella por entero, si pasan para ellos inadvertidas las lecturas que se hacen en los meses de octubre y noviembre: en el primero se leen los Macabeos, que nos animan a los últimos combates, y en el segundo se leen los Profetas, que anuncian los juicios de Dios.


MISA

LUCHA CONTRA EL DIABLO

Durando de Mende, en su Racional, se esfuerza por probar que este Domingo y los que le siguen dependen siempre del Evangelio de las bodas divinas y no son más que su explicación. "Y porque estas bodas, dice para hoy, no tienen mayor enemigo que la envidia de Satanás contra el hombre, la Iglesia trata, en este Domingo, de la guerra contra Satanás y de la armadura de que nos debemos revestir para defendernos en ella, según se verá en la Epístola. Y, como el cilicio y la ceniza son las armas de la penitencia, la Iglesia en el Introito saca a relucir la voz de Mardoqueo, que rogaba a Dios, cubierto del cilicio y la ceniza"[2].


MISERIA DEL GÉNERO HUMANO

Su fundamento tienen las reflexiones del Obispo de Mende. Mas, bien que el pensamiento de la unión divina, que pronto se consumará, no abandone nunca a la Iglesia, ésta se mostrará de modo especial verdaderamente Esposa en la desdicha de los últimos tiempos, cuando, olvidándose de sí misma, sólo pensará en los hombres, cuya salvación la confió el Esposo. Lo hemos dicho ya: la proximidad del juicio final, el estado lamentable del mundo en los años que precederán inmediatamente al desenlace de la historia humana, es lo que domina en la Liturgia de estos Domingos. La parte de la Misa de hoy que más impresionó a nuestros padres, es el Ofertorio sacado de Job, con sus versículos de exclamaciones expresivas y repeticiones apremiantes; puede decirse, en efecto, que este Ofertorio encierra perfectamente el verdadero sentido que conviene dar al Domingo vigésimoprimero después de Pentecostés.

Al mundo, que se ve reducido, como Job en el estercolero, a la más extrema miseria, ya solamente le queda la esperanza en Dios. Los santos que todavía viven en él, honran al Señor con una paciencia y una resignación, que en nada merman el ardor y la fuerza de sus súplicas. Tal es el sentimiento que desde el primer instante produce en ellos la oración sublime formulada por Mardoqueo. Rogaba éste en favor de su pueblo condenado a un exterminio total, figura del que espera al género humano[3].


INTROITO

En tu voluntad, Señor, están puestas todas las cosas, y no hay quien pueda resistir a tu voluntad: porque tú lo has hecho todo, el cielo y la tierra, y todo cuanto se contiene en el ámbito del cielo: tú eres el Señor de todo. — Salmo: Bienaventurados los puros en su camino: los que andan en la Ley del Señor. V. Gloria al Padre.


La Iglesia, en la Colecta, indica bastante que, si bien está pronta a sufrir los tiempos malos, prefiere la paz, que la permite ofrecer libremente el tributo simultáneo de las obras y la alabanza. El último ruego de Mardoqueo en la oración cuyas primeras palabras las tenemos en el Introito, era para esta libertad de la alabanza divina, que será el último amparo del mundo: Podamos cantar a tu Nombre, oh Señor, y no cierres la boca de los que te alaban"[4].


COLECTA

Suplicámoste, Señor, custodies a tu familia con tu continua piedad: para que, con tu protección, se vea libre de todas las adversidades y, con buenos actos, sirva devota a tu nombre. Por Nuestro Señor Jesucristo.


EPÍSTOLA

Lección de la Epístola del Ap. San Pablo a los Efesios (Ef„ VI, 10-17).


Hermanos: Confortaos en el Señor y en el poder de su virtud. Revestíos de la armadura de Dios para que podáis resistir a las asechanzas del diablo. Porque no tenemos que luchar contra la carne y la sangre, sino contra los príncipes y potestades, contra los tenebrosos rectores de este mundo, contra los espíritus del mal en los cielos. Por lo cual, tomad la armadura de Dios, para que podáis resistir en el día malo y ser perfectos en todo. Tened, pues, ceñidos vuestros lomos con la verdad, y estad vestidos de la coraza de la justicia, y tened los pies calzados con la preparación del Evangelio de la paz: tomad en todo el escudo de la fe, con el cual podréis extinguir todos los dardos encendidos del malvado: y el yelmo de la salud: y la espada del espíritu, que es la palabra de Dios.


EL DÍA DEL JUICIO

Los días malos, que ya señalaba el Apóstol el último Domingo, son muchos en la vida de cada hombre y en la historia del mundo. Mas, para cada hombre y para el mundo, hay un día malo entre todos: el del fin y el del juicio, del cual canta la Iglesia que la desgracia y la miseria le convertirán en un día de gran amargura. Los años se han dado al hombre, y los siglos se suceden unos a otros para preparar el último día. Dichosos los combatientes del buen combate y los vencedores de ese día terrible; se los verá entonces de pie sobre las ruinas y perfectos en todo, conforme a la palabra del Doctor de las naciones. No conocerán la segunda muerte; coronados con la diadema de la justicia, reinarán con Dios sobre el trono de su Verbo.


APOYARSE EN CRISTO

La guerra es fácil con el Hombre-Dios por jefe. Únicamente nos pide por su Apóstol que busquemos nuestra fuerza sólo en El y en la potencia de su virtud. La Iglesia sube del desierto apoyada en su Amado. El alma fiel se siente conmovida al pensar que sus armas son las mismas que tiene el Esposo. No en vano los Profetas nos le pintaron ya de antemano ciñendo antes que nadie el escudo de la fe, tomando el casco de la salud, la coraza de la justicia y la espada del espíritu, que es la palabra de Dios. El Evangelio nos le presentó en medio de la lid para, con su ejemplo, formar a los suyos en el manejo de estas armas divinas.


EL ARMA DE LA FE

Armas múltiples por razón de sus múltiples efectos, pero todas, ofensivas o defensivas, se resumen en la fe. Fácilmente ello se echa de ver al leer la Epístola de hoy, además de que eso es lo que nuestro jefe divino quiso enseñarnos cuando, al ser tentado por tres veces en la montaña de la Cuarentena, quiso responder otras tantas con textos de la Escritura. La victoria que triunfa del mundo es la de nuestra fe, dice San Juan[5]; y en el combate de la fe resume el Apóstol, al final de su carrera, sus propias luchas y las de toda vida cristiana. A pesar de las condiciones nada favorables que señala el Apóstol, es la fe la que asegura el triunfo a los hombres de buena voluntad. Si en la lucha emprendida tuviésemos que juzgar de las esperanzas del éxito de las partes adversas comparando sus fuerzas respectivas, es seguro que las conjeturas nos serían desfavorables. Porque no tenemos que hacer frente a hombres de carne y sangre, sino a enemigos impalpables que llenan el aire y son, por tanto, invisibles, inteligentes y fuertes; que conocen a maravilla los tristes secretos de nuestra pobre naturaleza caída y dirigen todo su valer contra el hombre para engañarle y perderle por el odio que tienen a Dios. En su origen fueron creados para reflejar en la pureza de una naturaleza completamente espiritual el resplandor divino de su autor; ahora, por su orgullo, son y manifiestan ser una monstruosidad de puras inteligencias consagradas al mal y a odiar la luz.


CONVERTIRSE EN LUZ

Nosotros, que ya por nuestra naturaleza sólo somos tinieblas, ¿cómo, pues, lucharemos con estas potencias espirituales, que ponen toda su ciencia al servicio de la oscuridad? San Juan Crisóstomo[6] lo dice: "Convirtiéndose en luz." Es cierto que la faz del Padre no puede lucir directamente sobre nosotros antes del gran día de la revelación de los hijos de Dios; pero ya desde ahora tenemos la palabra revelada[7], que suple nuestra ceguera. El bautismo abrió el oído en nosotros, pero no abrió todavía los ojos; Dios habla por la Escritura y por su Iglesia, y la fe nos da una certeza tan grande como si ya viésemos.

Con su docilidad de niño, el justo camina en paz por la sencillez del Evangelio. La fe le guarda contra los peligros mejor que el escudo, y mejor que el casco y la coraza; la fe amortigua los dardos de las pasiones e inutiliza los engaños enemigos. Con ella no se necesitan razonamientos sutiles ni largas consideraciones, para descubrir los sofismas del infierno o tomar una decisión en un sentido u otro. ¿No bastará en cualquier circunstancia la palabra de Dios, que nunca se equivoca? Satanás teme al que con ella se contenta; tema más a un hombre así, que a las academias y escuelas de los filósofos. Está acostumbrado a sentirse triturar en todo choque debajo de sus pies[8]. El día del gran combate[9] fue arrojado de los cielos con una sola palabra de San Miguel Arcángel, convertido en estos días en modelo y defensor nuestro.

En el Gradual y Versículo recuerda la Iglesia al Señor, que nunca cesó de ser el refugio de su pueblo; su bondad y su poder precedieron a todos los siglos, porque Dios existe desde la eternidad. Defienda, pues, ahora a los suyos, que se ven obligados en su pequeño número a preparar, como en otro tiempo Israel, el éxodo final de la Iglesia, la cual abandona este mundo nuevamente infiel para ir a la verdadera tierra prometida.


GRADUAL

Señor, tú has sido nuestro refugio de generación en generación. V. Antes que se hiciesen los montes o se formase la tierra y el orbe: desde siempre y para siempre tú eres Dios.

Aleluya, aleluya, y. Al salir de Egipto Israel, salió de un pueblo extranjero la casa de Jacob. Aleluya.


EVANGELIO

Continuación del santo Evangelio según San Mateo (Mat., XVIII, 23-35).


En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos esta parábola: El reino de los cielos es semejante a un rey que quiso pedir cuentas a sus siervos. Y, habiendo comenzado a pedir cuentas, le fue presentado uno que le debía diez mil talentos. Mas, como no tuviese con qué pagarlos, su señor mandó venderle a él, y a su mujer, y a sus hijos, y todo cuanto tenía, para que pagase. Postrándose entonces aquel siervo, le rogó diciendo: Ten paciencia conmigo, y todo te lo pagaré. Y, compadecido el señor de aquel siervo, le soltó, y le perdonó la deuda. Mas, habiendo salido aquel siervo, encontró a uno de sus consiervos, el cual le debía cien denarios: y, apretándole, le ahogaba diciendo: Da lo que debes. Y, postrándose su consiervo, le rogó diciendo: Ten paciencia conmigo, y todo te lo pagaré. Pero él no quiso: sino que se fue, y le metió en la cárcel hasta que pagase la deuda. Y, cuando vieron sus consiervos lo que había hecho, se contristaron mucho: y fueron y contaron a su señor todo lo sucedido. Entonces su señor llamó a aquel siervo, y le dijo: Siervo malo, ¿no te perdoné a ti toda la deuda porque me lo rogaste? ¿No debiste, pues, compadecerte tú también de tu consiervo, como yo me compadecí de ti? Y, airado su señor, le entregó a los verdugos hasta que pagase toda la deuda. Así hará también mi Padre celestial con vosotros, si no perdonare cada cual a su hermano de todo corazón.


Meditemos la parábola de nuestro Evangelio, que sólo pretende enseñarnos un medio seguro para saldar nuestras cuentas desde ahora con el Rey eterno.


SENTIDO DE LA PARÁBOLA

En realidad, todos nosotros somos ese servidor negligente e insolvente deudor, que su amo tiene derecho a vender con todo lo que posee y entregarle a los verdugos. La deuda que hemos contraído con su Majestad por nuestras faltas, es de tal naturaleza, que requiere en toda justicia tormentos sin fin y supone un infierno eterno, donde, pagando continuamente el hombre, jamás satisface la deuda. ¡Alabanza, pues, y reconocimiento infinito al divino acreedor! Compadecido por los ruegos del desgraciado que le pide un poco más de tiempo para pagar, el amo va más allá de su petición y al momento le perdona toda la deuda, pero poniéndole con justicia una condición, según lo demuestra lo que sigue. La condición fue la de que obrase con sus compañeros de igual modo que su amo había hecho con él. Tratado tan generosamente por su Rey y Señor, y perdonada gratuitamente una deuda infinita, ¿podría rechazar él, viniendo de un igual, el ruego que a él le salvó y mostrarse despiadado con obligaciones que tuviesen para con él?

“Ciertamente, dice San Agustín, todo hombre tiene por deudor a su hermano; porque ¿qué hombre hay que no haya sido nunca ofendido por nadie? Pero, ¿qué hombre existe también que no sea deudor de Dios, puesto que todos pecaron? El hombre es, pues, a la vez, deudor de Dios y acreedor de su hermano. Por eso, Dios justo te ha dado esta orden: obrar con tu deudor como él hace con el suyo...[10] Todos los días rezamos, y todos los días hacemos subir la misma súplica hasta los oídos divinos, y todos los días también nos prosternamos para decir: Perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores[11]. ¿De qué deudas hablas tú, de todas tus deudas o solamente de una parte de ellas? Dirás: De todas. Luego perdona tú todo a tu deudor, dado que ésa es la regla puesta y la condición aceptada”[12].


PERDONAR PARA SER PERDONADO

"Es más grande, dice San Juan Crisóstomo, perdonar al prójimo sus agravios para con nosotros que una deuda de dinero; pues, perdonándole sus faltas, imitamos a Dios"[13]. Y ¿qué es, visto bien todo, la injusticia del hombre con otro hombre si se compara con la ofensa del hombre para con Dios? Mas ¡ay!, ésta nos es familiar: el justo lo experimenta siete veces al día[14]; más o menos, pues, llena nuestro diario vivir. Muévanos siquiera a ser misericordiosos con los demás, la seguridad de ser perdonados todas las tardes con la sola condición de retractar nuestras miserias. Es costumbre laudable la de no acostarse si no es para quedarse dormido en los brazos de Dios, como el niño de un día; pero, si sentimos la necesidad santa de no encontrar al fin del día en el corazón del Padre que está en los cielos[15], más que el olvido de nuestras faltas y un amor infinito, ¿cómo pretender a la vez conservar en nuestro corazón molestos recuerdos o rencores pequeños o grandes, contra nuestros hermanos, que son también hijos suyos? Ni siquiera en el caso de haber sido objeto de violencias injustas, o de injurias tremendas, se podrán comparar nunca sus faltas contra nosotros con nuestros atentados a este bondadosísimo Dios, de quien ya nacimos enemigos y a quien hemos causado la muerte. Imposible encontrar un caso en que no se pueda aplicar la regla del Apóstol: Sed misericordiosos, perdonaos mutuamente como Dios os ha perdonado en Cristo; sed los imitadores de Dios como sus hijos carísimos"[16]. Llamas a Dios Padre tuyo y ¡no olvidas una injuria! "Eso no lo hace un hijo de Dios", sigue diciendo admirablemente San Juan Crisóstomo; "la obra de un hijo de Dios consiste en perdonar a sus enemigos, rogar por los que le mortifican, dar su sangre por los que le odian. He aquí lo que es digno de un hijo de Dios; hacer hermanos suyos y sus coherederos a los enemigos, a los ingratos, a los ladrones, a los desvergonzados, a los traidores"[17].

Ponemos aquí íntegramente el célebre Ofertorio de Job, con sus versículos. Lo que hemos dicho al principio de este Domingo, ayudará a entenderlo. La antífona, lo único que hoy se conserva, nos pone delante, dice Amalario, las palabras del historiador que cuenta sencillamente los hechos; por eso su estilo es el narrativo. Job, al contrario, entra en escena en los versículos, con el cuerpo agotado y el alma llena de amargura: sus repeticiones, interrupciones, nuevos comienzos, sus frases sin terminar, expresan al vivo su respiración jadeante y su dolor[18].


OFERTORIO

Había en la tierra de Hus un hombre llamado Job: era sencillo y recto y temeroso de Dios: al cual pidió Satanás, para tentarle: y le fue dado por el Señor poder sobre sus bienes y sobre su carne: y destruyó toda su riqueza y los hijos: e hirió también su carne con graves úlceras.

V/. I. — ¡Ojalá Dios pesase mis pecados, ojalá Dios pesase mis pecados, por los que he merecido la cólera, por los que he merecido la cólera, y los males y los males que sufro: éstos parecerían más grandes!

—Había en la tierra de Hus.

V/. II. — Porque ¿qué fuerza tengo, qué fuerza tengo, qué fuerza tengo para sobrellevarlos, o cuándo llegará mi fin, para obrar con paciencia? 

—Había en la tierra de Hus.

V/. III. — ¿Acaso mi resistencia es como la de las rocas, o mi carne es de bronce?, ¿o mi carne es de bronce?

—Había en la tierra de Hus.

V/. IV. — Porque, porque, porque mi ojo no volverá ya a encontrarse en condiciones de ver la felicidad, de ver la felicidad, de ver la felicidad, de ver la felicidad, de ver la felicidad, de ver la felicidad, de ver la felicidad, de ver la felicidad, de ver la felicidad.

—Había en la tierra de Hus.


La salvación del mundo, como la del hombre, está siempre en potencia en el augusto Sacrificio, cuya virtud cura en la tierra y aplaca en el cielo.

Ofrezcámosle, sin desalentarnos nunca, como un recurso supremo a la misericordia divina.


SECRETA

Recibe, Señor, propicio estas hostias, con las que has querido aplacarte y restituirnos a nosotros la salud con poderosa piedad. Por Nuestro Señor Jesucristo.


En el fondo del alma de la Santa Madre Iglesia corren parejas una esperanza indefectible y su admirable paciencia. Por más que se repitan contra ella las persecuciones, su oración no desmaya; porque guarda fielmente en su corazón el recuerdo de la palabra de salvación que la dió el Señor. La antífona de la Comunión nos lo recuerda.


COMUNIÓN

Desfallece mi alma por recibir de ti la salvación; espero en tu palabra: ¿cuándo juzgarás a los que me persiguen? Los inicuos me han perseguido: socórreme, Señor, Dios mío.


En posesión ya del alimento de inmortalidad, consigamos vivir con la sinceridad de un alma purificada.


POSCOMUNIÓN

Conseguido el alimento de la inmortalidad, suplicámoste, Señor, hagas que, lo que hemos recibido con la boca, lo practiquemos con alma pura. Por Nuestro Señor Jesucristo,


Notas

[1] Domingo VII después de Pentecostés.

[2] Racional VI, 138; Est., IV, 1.

[3] Est., XIII, 9-11.

[4] Est., XIII, 17.

[5] I San Juan V, 4.

[6] Homilía XXII sobre la Epístola a los efesios.

[7] II San Pedro II, 19.

[8] Romanos XVI, 20.

[9] Apocalipsis XII, 7.

[10] Sermón LXXXIII, 2.

[11] San Mateo VI, 12.

[12] San Agustín, Sermón LXXXIII, 4.

[13] Sobre la Epístola a los efesios, Homilía XVII, 1.

[14] Proverbios XXIV, 16.

[15] San Mateo VI, 9.

[16] Efesios IV, 32; V, 1.

[17] Sobre la Epístola a los efesios, Homilía XIV, 3.

[18] De Ecclesiástes Off 1, III, c. 39.

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