DOS FIESTAS DE NUESTRA SEÑORA: LA NATIVIDAD Y LOS SIETE DOLORES
A esta comunidad de sufrimientos entre el Hijo y la Madre, se la da el nombre de Condolencia. Condolencia es el eco fiel y la repercusión de la Pasión. Condolerse con alguno, es padecer con él, es sentir en el corazón, como si fuesen nuestras, sus penas, sus tristezas, sus dolores. De ese modo la Condolencia fué para la Santísima Virgen la participación perfecta en los dolores y en la Pasión de su Hijo y en las disposiciones que en su sacrificio le animaban.
Parecería que no debía haber padecido la Santísima Virgen, ya que fué concebida sin pecado y no conoció nunca el menor mal moral. El padecer tiene que ser un gran bien, porque Dios, que tanto ama a su Hijo, se le entregó como herencia; y como, después de su Hijo, a ninguna criatura ama Dios más que a la Santísima Virgen, quiso también darla a ella el dolor como el más rico presente. Además convenía que, por la unión que tenía con su Hijo, pasase Nuestra Señora, a semejanza de él, por la muerte y por el dolor. De alguna manera era eso necesario para que aprendiésemos nosotros, de uno y de otro, cómo debemos aceptar el dolor que Dios permite para nuestro mayor bien. María se ofreció libre y voluntariamente y unió su sacrificio y su obediencia al sacrificio y a la obediencia de Jesús, para así llevar con él todo el peso de la expiación que la justicia divina exigía. Hizo bastante más que compadecerse de todos los dolores de su Hijo; tomó parte realmente en la pasión con todo su ser, con su corazón y con su alma, con amor ferventísimo y con tranquilidad sencilla; padeció en su corazón todo lo que Jesús podía padecer en su carne, y hasta hay teólogos que opinaron que Nuestra Señora sintió en su cuerpo los mismos dolores que su Hijo en el suyo; podemos creer, en efecto, que María tuvo ese privilegio con el que fueron distinguidos algunos Santos.
SU MARTIRIO VIENE DE JESÚS
Mas para María el padecer no comenzó sólo en el Calvario. Su infancia certísimamente transcurrió tranquila y exenta de inquietudes. El dolor la llega con Jesús, "el niño molesto, como dice Bossuet; porque Jesús en cualquier sitio que se presenta , allí va con su cruz y con él van las espinas y a todos los que quiere bien los hace partícipes de ellas" (3). "La causa de los dolores de María, dice Monseñor Gay, es Jesús. Todo cuanto padece proviene de Jesús, a Jesús se refiere y Jesús lo motiva" (4). La solemnidad de hoy, que nos representa a María principalmente en el Calvario nos recuerda en este sumo dolor los dolores conocidos o desconocidos que llenaron la vida de la Santísima Virgen. Si la Iglesia se resolvió por el número siete, ello obedece a que este número expresa siempre la idea de totalidad y de universalidad, ya que en los Responsorios de Maitines nos recuerda de modo especial los siete dolores que la causaron la profecía del anciano Simeón, la huida a Egipto, la perdición de Jesús en Jerusalén, el verle cargado con la cruz, la crucifixión, el descendimiento y el entierro de su divino Hijo: dolores que la hicieron con toda verdad Reina de los mártires.
REINA DE LOS MÁRTIRES
Con este bello título, en efecto, la salud a la Iglesia en las Letanías: "Que haya sufrido de veras, dice San Pascasio Radberto, nos lo asegura Simeón al decir: Una espada tras pasará tu alma. De donde se infiere con evidencia que supera a todos los mártires. Los otros mártires padecieron por Cristo en su carne; con todo, no pudieron padecer en el alma, porque ésta es inmortal. Pero, como ella padeció en esta parte de sí misma que es impasible, porque su carne, si así se puede decir, padeció espiritualmente por la espada de la Pasión de Cristo, la Santísima Madre de Dios fué más que mártir. Porque amó más que nadie, por eso padeció más que nadie también, hasta tal punto que la violencia del dolor traspasó y dominó su alma en prueba de su inefable amor, porque sufrió en su alma, por eso fué más que mártir, y a que su amor, más fuerte que la muerte, hizo suya la muerte de Cristo" (5).
SU AMOR, CAUSA DE SU DOLOR
Y efectivamente, para entender la extensión y la intensidad del dolor de la Santísima Virgen, habría que comprender lo que fué su amor para con jesús. Este amor es muy distinto del amor de los de más santos y mártires. Cuando estos sufren por Cristo, su amor suaviza sus tormentos y a veces hasta se los hace olvidar. En María no ocurrió nada de eso: su amor aumenta su padecer: "La naturaleza y la gracia, dice Bossuet, concurren a l a vez para hacer en el corazón de María sentimiento más hondo. Nada existe tan fuerte ni tan impetuoso como el amor que la naturaleza da hacia un hijo y la graciada para un Dios. Estos dos amores son dos abismos, cuyo fondo no puede penetrarse, como tampoco comprenderse toda su extensión..." (6).
EL DOLOR Y LA ALEGRÍA DE MARÍA
Pero si el amor es causa del dolor en María, también es causa de gozo. María sufrió siempre con tranquilidad inalterable y con gran fortaleza de alma. Sabía mejor que San Pablo, que nada, ni la muerte siquiera, sería capaz de separarla del amor de su Hijo y su Dios. San Pío X escribía "que en la hora suprema, se vió a la Virgen de pie, junto a la cruz, embargada sin duda por; el horror del espectáculo, pero feliz y contenta de ver a su Hijo inmolarse por la salvación del género humano" (7). Y sobrepasando a San Pablo, nada en un mar de alegría en medio de su inconmensurable dolor. En Nuestra Señora, como en Jesucristo, salvas todas las diferencias, la alegría más honda va junta con el dolor más profundo que una criatura pueda soportar aquí, abajo. Ama a Dios y la voluntad divina más que a nadie de este mundo, y sabe que en el Calvario se cumple la divina voluntad; sabe que la muerte de su Hijo da a la justicia de Dios el precio que exige para la redención de los hombres, que desde ese momento la son confiados como hijos suyos y a los que amará y ya ama como amó a Jesús.
AGRADECIMIENTO A MARÍA
"Como todo el mundo es deudor de Dios Nuestro Señor, decía San Alberto Magno, así lo es de Nuestra Señora por razón de la parte que ella tuvo en la Redención" (8). Hoy reparamos mejor, oh María, en lo que has hecho por nosotros y lo que te debemos. Te quejaste de que "mirando a los hombres y buscando quien se acordase de tu dolor y se compadeciese de ti, encontraste poquísimos" (9).
No aumentaremos el número de tus hijos ingratos; por eso, nos unimos a la Iglesia para rememorar tus sufrimientos y decirte cuánta es nuestra gratitud.
Sabemos, oh Reina de los mártires, que una espada de dolor atravesó tu alma , y que 'únicamente el espíritu de vida y de toda consolación pudo sostenerte y darte ánimos cuando moría tu Hijo.
Y sobre todo sabemos que, si fuiste al Calvario, si toda tu vida, de igual modo que la de Jesús, fué un prolongado martirio, es que hubiste de desempeñar cerca de nuestro Redentor y en unión con él el papel que nuestra primera madre Eva había desempeñado cerca de Adán y juntamente con él en nuestra caída. Verdaderamente nos has rescatado con Jesús; con él y en dependencia de él nos has ganado de congruo, por cierta conveniencia, la gracia que El nos merecía de condigno, en justicia, por razón de su dignidad infinita. Por eso, te saludamos con amor y agradecimiento como "Reina nuestra, Madre de misericordia, vida y dulzura y esperanza nuestra". Y, porque sabemos que nuestra salvación está en tus manos, te consagramos nuestra vida entera, para que con tu dirección maternal y tu protección poderosa podamos ir a encontrarnos contigo en la gloria del Paraíso, donde, con tu Hijo, vives coronada y feliz para siempre. Así sea.
Estaban junto a la Cruz de Jesús su Madre y la hermana de su Madre, María de Cleofás, y Salomé, y María Magdalena. Mujer, he ahí a tu hijo: dijo Jesús; al discípulo en cambio: He ahí a tu Madre, y Gloria al Padre.
Oh Dios, en cuya Pasión, según la profecía de Simeón, una espada de dolor atravesó la dulcísima alma de la gloriosa Virgen y Madre María: haz propicio que, los que celebramos con veneración sus Dolores, consigamos el feliz efecto de tu Pasión. Tú, que vives.
Bendíjote el Señor con su poder, pues por ti ha reducido a la nada a nuestros enemigos. Bendita eres tú, hija del Señor, Dios excelso, sobre todas las mujeres de la tierra. Bendito sea el Señor, que creó el cielo y la tierra; porque hoy ha ensalzado tanto tu nombre, que no faltará tu alabanza en la boca de los hombres que se acordaren eternamente del poder del Señor, por los cuales no perdonaste tu vida a causa de las angustias y de la tribulación de tu raza, sino que salvaste a ésta de la ruina delante de nuestro Dios.
Dolorida y llorosa estás, oh Virgen María, junto a la Cruz del Señor, Jesús, tu Hijo, el Redentor. ¡Oh Virgen, Madre de Dios! Aquel, a quien todo el mundo no puede contener, el Autor de la vida, hecho hombre, padece este suplicio de la cruz.Aleluya, aleluya. J. Estaba dolorida Santa María, Reina del cielo y Señora del mundo, junto a la Cruz de nuestro Señor Jesucristo.
Dolida estaba la Madre,llorando junto a la cruzmientras el Hijo colgaba.Y a su alma, que gemía,contristada y dolorida,una espada atravesó.¡Oh qué triste y afligidaestuvo aquella benditaMadre del Hijo unigénito!Dolorosa y triste estabala piadosa Madre, al verdel glorioso Hijo las penas.¿Qué hombre no lloraría,si en tan gran suplicio vierade Cristo a la dulce Madre?¿Quién no se contristaría,al ver de Cristo a la Madrecon su Hijo lastimarse?Por los pecados de su gentevió a Jesús en los tormentosy entregado a los azotes.Vió a su hijo dulce y buenomorir triste y solitario,al exhalar el último aliento.¡Ea, Madre, fuente de amor,hazme "sentir tu dolor,para que llore contigo!Haz que arda mi corazónen amor de Cristo Dios,para que así le complazca.Haz también, oh santa Madre,que en mi corazón las llagasdel Crucifijo se graben.
EVANGELIO
Continuación del santo Evangelio según San Juan (Jn., XIX, 25-27).
En aquel tiempo estaban junto a la cruz de Jesús su Madre y la hermana de su Madre, María de Cleofás, y María Magdalena. Y, cuando vió Jesús a su Madre y al discípulo que amaba allí presente, dijo a su Madre: Mujer, he ahí a tu hijo. Después dijo al discípulo: He ahí a tu Madre. Y, desde aquel momento, el discípulo la recibió en su casa.
DE PIE JUNTO A LA CRUZ
“Stabat juxta crucem”: Lo primero que se necesita es ponerse muy cerquita de la cruz; y después se precisa también estar de pie. De pie, porque esa es la actitud del valiente, y asi se está más cerca de nuestro Señor.
Y para realizar esto no hay más que un medio: estar con la Santísima Virgen. Nunca las dos primeras palabras se podrán unir a la última sin el tecum: si no es con María y en María. La Cruz es algo demasiado honroso.
Y dominando el Stabat de María, está el de Jesús, levantado por encima de la tierra y atrayendo todo hacía El, precisamente porque está por encima de la tierra, María está de pie para ser el lazo de unión... la Medianera, Su cabeza y su corazón arriba, para estar cerca de su Hijo; sus pies tocan nuestro suelo para estar cerquita de nosotros que somos hijos suyos. Y está en pie porque es nuestra Madre: “He ahí a tu Madre”, y María puede decir como Jesús: “Como Madre atraeré todo hacia mí”. Toda la humanidad ha sido arrastrada por el misterio de la Cruz a Jesús y a María...
Al pie de la Cruz Nuestra Señora llegó a ser verdaderamente la Reina de misericordia. Encomendémonos a su omnipotencia sobre el divino Corazón, al pie del altar donde se prepara la renovación del Sacrificio.
Acuérdate, oh Virgen, Madre de Dios, cuando estés en la presencia del Señor, de pedirle bienes para nosotros, y de rogarle que aparte de nosotros su indignación.
Ofrecémoste preces y hostias, oh Señor, Jesucristo, suplicándote humildemente hagas que, los que celebramos con preces la transfixión del alma dulcísima de tu Bienaventurada Madre María, alcancemos por los méritos de tu muerte, y con la múltiple y piadosa intercesión de tu Madre y de todos los Santos que están bajo de tu cruz, el premio y la compañía de tus Bienaventurados. Tú, que vives y reinas.
Felices los sentidos de la Bienaventurada Virgen María, qué, sin la muerte, merecieron la palma del martirio bajo la Cruz del Señor.
Haz, Señor, que los sacrificios que hemos recibido al celebrar devotamente la transverberación de la Virgen, tu Madre, nos alcancen de tu clemencia toda clase de saludables bienes. Tú, que vives y reinas.
3. Panégyrique de saint Joseph, t. II, 137.
4. 41e Confer. aux méres cehretiennes, t. II, 199.
5. Carta sobre la Asunción, n. 14. P . L., 30, 138.
6. Sermón sobre la Asunción, t. III, 493.
7. Encíclica Ad diern illum, 2 de febrero de 1904.
8. Question super Missus, 150.
9. Santa Brígida, Revelaciones, 1. II, c. 24.
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