sábado, 5 de noviembre de 2022

Dom Gueranger: Vigésimo Segundo Domingo después de Pentecostés




VIGÉSIMO SEGUNDO DOMINGO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS

Año Litúrgico – Dom Prospero Gueranger


MISA

Según Honorio de Autún, la Misa del día se refiere al tiempo del Anticristo. La Iglesia lanza su mirada en lo que está por venir, sobre el reino de este hombre de pecado, y como sintiendo ya los golpes de la tremenda persecución de los últimos días, toma el Introito del Salmo 129.

Si queremos una aplicación actual y siempre práctica, dada nuestra miseria, en coincidencia con el sentido profético con que hoy van revestidas las palabras de este Salmo, recordemos el Evangelio de la semana anterior, que en otro tiempo era el de este Domingo. Cada cual se reconocerá en la persona del deudor insolvente que sólo confía en la bondad de su Señor; y nosotros exclamaremos, en la confusión de nuestra alma humillada: Si escudriñases nuestras iniquidades,


INTROITO

Si escudriñares nuestras iniquidades, Señor; Señor, ¿quién podrá resistir? Pero en ti está el perdón, oh Dios de Israel. — Salmo: Desde lo profundo clamo a ti, Señor: Señor, escucha mi voz. T. Gloria al Padre.

 

Acabamos de dar ánimos a nuestra confianza cantando que en Dios hay misericordia. El mismo es el que da a las oraciones de su Iglesia su acento piadoso porque desea oírla. Pero se nos oirá a nosotros también con ella si rogamos como ella según la fe, es decir, conforme a las enseñanzas del Evangelio. Rezar según la fe, hoy, pues, equivale a perdonar a nuestro prójimo las deudas contraídas con nosotros, si a su vez pedimos nosotros también ser absueltos por el Señor de todos.


COLECTA

Oh Dios, refugio y fortaleza nuestra: oye las piadosas preces de tu Iglesia, tú, que eres el mismo autor de la piedad, y haz que, lo que pedimos fielmente, lo consigamos eficazmente. Por Nuestro Señor Jesucristo.


EPÍSTOLA

Lección de la Epístola del Ap. San Pablo a los Filipenses (Flp., I, 6-11).


Hermanos: Confiamos en el Señor Jesús que, el que comenzó en vosotros la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Jesucristo. Es justo que yo sienta esto de todos vosotros: porque os tengo en el corazón; y en mis cadenas, y en la defensa y confirmación del Evangelio, todos vosotros sois los compañeros de mi gozo. Porque Dios me es testigo de cuánto os amo a todos vosotros en las entrañas de Jesucristo. Y lo que pido es que vuestra caridad crezca más y más en ciencia y en todo conocimiento: para que probéis cosas mayores, para que estéis puros y sin mancha el día de Cristo, llenos de frutos de justicia, por Jesucristo, para gloria y loor de Dios.


EL ALMA DE SAN PABLO

San Pablo, en nombre de la Iglesia, de nuevo nos advierte que se acerca el fin. Pero a este último día, que en el Domingo pasado llamaba día malo, le llama hoy por dos veces, en el corto pasaje de la Epístola a los Filipenses que acabamos de oír, el día de Cristo Jesús. La carta a los Filipenses rebosa confianza y por ella se desborda la alegría: y con todo, nos señala la cruel persecución contra la Iglesia y al enemigo que se vale de la tempestad para excitar las malas pasiones aun dentro del rebaño de Cristo. El Apóstol está encadenado; la envidia y la traición de los falsos hermanos aumenta sus males. Pero la alegría domina en su corazón por encima de los padecimientos porque ha llegado ya a la plenitud del amor, en que el dolor da vida a la divina caridad. Para él Jesucristo es su vida y la muerte una ganancia; entre la muerte, que respondería al más íntimo deseo de su corazón entregándole a Cristo, y la vida que multiplica sus méritos y el fruto de sus obras, no sabe qué escoger. Y, en efecto, ¿qué pueden en él las consideraciones personales? Su actual alegría, su alegría futura, consiste en que Cristo sea conocido y glorificado, y poco le importa de qué manera. No se equivocará en su esperanza, ya que la vida y la muerte terminarán por glorificar a Cristo en su carne.


LA ORACIÓN DE SAN PABLO

Así se explica la indiferencia sublime en que está el alma de San Pablo, indiferencia que es la cumbre de la vida cristiana, y que no se parece nada, claro está, al nirvana fatal en el que pretendieron los falsos místicos del siglo xvn encerrar el amor. A pesar de la altura a que ha llegado en el camino de la perfección, ¡qué ternura prodiga a sus hermanos el convertido de Damasco! Dios es testigo, dice, de la ternura con que os amo a todos en las entrañas de Jesucristo. La aspiración que le llena y absorbe es que Dios, que ha comenzado en ellos la obra buena por excelencia, la obra de la perfección del cristiano que tiene su fin en el Apóstol, la continúe y la termine en todos para el día en que aparezca Cristo en su gloria. Ruega para que la caridad, esta veste nupcial de los benditos del Padre que él ha desposado con el único Esposo, los rodee de resplandor sin igual en el gran día de las bodas eternas.


EL LIBERALISMO

Ahora bien, el medio de que se desarrolle en ellos la caridad de un modo seguro, consiste en que crezca en la inteligencia y en la ciencia de la salvación, es decir, en la fe; la fe, en efecto, es la que pone la base de toda justicia sobrenatural. Una fe menguada, desde luego, sólo puede producir una caridad limitada. ¡Cuánto se engañan, por tanto, los hombres que no se cuidan de que la verdad revelada vaya a la par con el amor! Su cristianismo se reduce a creer lo menos posible, a proclamar lo inoportuno de nuevas definiciones, a reducir constante y científicamente el horizonte sobrenatural por miramientos con el error. La caridad, dicen, es la reina de las virtudes; ella les sugiere hasta el modo de manejar la mentira; reconocer para el error iguales derechos que para la verdad, es para ellos la última palabra de la civilización cristiana, que se funda en el amor. Y pierden de vista que el primer objeto de la caridad es Dios, verdad sustancial, y olvidan también que no se hace acto de amor colocando a igual nivel el objeto amado y a su enemigo mortal.


INTEGRIDAD DE LA FE

No lo entendían así los Apóstoles: para hacer germinar la caridad en el mundo, sembraban en él la verdad. Todo nuevo rayo de luz servía en el alma de sus discípulos para el amor; y estos discípulos, al convertirse ellos también en luz en el santo bautismo en nada ponían tanto empeño como en no hacer pacto con las tinieblas. Renegar de la verdad, en esos tiempos, era el crimen más grande; exponerse por descuido a menguar sus derechos en lo más mínimo, era una suma imprudencia. El cristianismo había encontrado al error dueño del mundo; ante la noche que inmovilizaba en la muerte a la raza humana, el único procedimiento de salvación que conoció fué hacer brillar la luz; ni tuvo más política que la de proclamar el poder de la verdad sola para salvar al hombre y de afirmar sus derechos exclusivos a reinar en el mundo. Este fué el triunfo del Evangelio después de tres siglos de lucha encarnizada y violenta de parte de las tinieblas, que se creían soberanas y que como tales querían continuar; de lucha serena y radiante de parte de los cristianos, cuya sangre derramada hacía crecer el contento, consolidando en el mundo el reino simultáneo del amor y de la verdad.

Hoy, por la convivencia de los bautizados, el error vuelve a sus pretendidos derechos y la caridad de muchísimos, por lo mismo, ha disminuido; la noche se extiende otra vez sobre un mundo glacial y agonizante. La línea de conducta de los hijos de la luz sigue siendo la misma que en los días primeros. Sin inquietudes ni temores, contentos de sufrir por Jesucristo, como sus mayores y como los apóstoles, conservan como algo muy querido la palabra de vida pues saben que, mientras en el mundo exista un rayo de esperanza, emanará de la verdad.

Canta el Gradual la dulce y fuerte unidad que reina y se conservará en la Iglesia hasta el fin mediante el amor; a su aumento nos exhorta la Epístola, como lo recomendaba cual único medio de salvación para el día del juicio, el Evangelio que antiguamente se leía en este Domingo.


GRADUAL

Qué bueno y deleitoso es habitar como hermanos unidos! V. Como el ungüento en la cabeza, que se escurre hasta la barba, hasta la barba de Aarón.

Aleluya, aleluya. V. Los que temen al Señor, esperan en El, que es su ayudador y su protector, Aleluya.


EVANGELIO

Evangelio según San Mateo (Mt„ XXII, 15-21).


En aquel tiempo, yendo los fariseos, tuvieron consejo para sorprender a Jesús en sus palabras. Y le enviaron sus discípulos, con los herodianos, diciendo: Maestro, sabemos que eres veraz, y que enseñas de veras el camino de Dios y no te preocupas de nadie: porque no miras la persona de los hombres: dinos, pues, qué te parece: ¿es lícito dar tributo al César, o no? Pero Jesús, conocida la maldad de ellos, dijo: ¿Por qué me tentáis, hipócritas? Mostradme la moneda del tributo. Y ellos le presentaron un denario. Y díjoles Jesús: ¿De quién es esta imagen, y esta inscripción? Dijéronle: Del César. Entonces les dijo El: Dad, pues, al César lo que es del César; y a Dios, lo que es de Dios.


LECCIONES DE PRUDENCIA

Se diría que la penuria de las verdades ha de ser el peligro más especial de los últimos tiempos, ya que la Iglesia, en estas semanas que tienen por fln hacernos presentes los últimos días del mundo, nos encamina continuamente hacia la prudencia del entendimiento como a la gran virtud que entonces debe resguardar a sus hijos. El Domingo volvía a poner en sus manos como arma defensiva el escudo de la fe, y como arma ofensiva la palabra de Dios; ocho días antes se les recomendaba la circunspección de la inteligencia para conservar, en los días malos, su santidad fundada en la verdad y su riqueza apoyada en la ciencia. Hoy, en la Epístola, se les proponían una vez más la inteligencia y la ciencia, como suficientes por sí mismas para aumentar su amor y perfeccionar la obra de su santificación para el día de Cristo. El Evangelio concluye oportunamente estas lecciones del Apóstol con el relato de un hecho sacado de la historia del Salvador, y las da la autoridad que lleva siempre consigo todo ejemplo que procede de la vida del divino modelo de la Iglesia. Y, en efecto, Jesucristo se nos manifiesta aquí como ejemplo de los suyos en los lazos que las intrigas de los malvados tienden a su buena fe.


EL TRIBUTO AL CÉSAR

Era el último día de las enseñanzas públicas del Hombre Dios, la víspera casi de su salida de este mundo. Sus enemigos, tantas veces desenmascarados en sus astucias, intentaron un esfuerzo supremo. Los Fariseos, que no reconocían el poder del César y su derecho al tributo, se unieron con sus adversarios, los partidarios de Herodes y de Roma, para poner a Jesús la cuestión insidiosa: ¿Está, o no, permitido pagar el tributo al César? Si la respuesta del Salvador era negativa, incurría en la cólera del príncipe; si afirmativa, perdía todo crédito en el ánimo del pueblo. Jesús, con su divina prudencia, desconcertó sus ardides. Los dos partidos, unidos tan extrañamente por la pasión, se negaron a entender el oráculo que podía unirlos en la verdad, y sin duda ninguna, al poco tiempo volvieron a sus querellas. Pero la coalición que contra el Justo se formó, se había roto; el esfuerzo del error, como siempre, se había vuelto contra ella; y la palabra que esa coalición había suscitado pasando de los labios del Esposo a los de la Esposa, no dejaría ya de resonar en este mundo, en el que esa palabra forma la base del derecho social entre las naciones.


LA AUTORIDAD VIENE DE DIOS

Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios, repetían los Apóstoles; y, al proclamar muy alto que hay que obedecer a Dios antes que a los nombres, añadían: “Sométase toda alma a los poderes superiores; pues no hay poder que no derive de Dios, y los que existen, Dios los ha establecido. Por consiguiente, el que resiste al poder, resiste al orden establecido por Dios, y se atrae la condenación. Sed, pues, sumisos, porque es necesario, sumisos no sólo por el sentimiento del temor, sino también por el deber de la conciencia. Por la misma razón pagáis los tributos a los príncipes, porque son los ministros de Dios.”

La voluntad de Dios esa es la fuente y la verdadera grandeza de toda autoridad entre los hombres. El hombre, por sí mismo, no tiene derecho a mandar a su semejante. El número no altera en nada esta impotencia de los hombres sobre mi conciencia, ya que, muchos o pocos, por naturaleza soy igual a cada uno de ellos, y añadir los derechos que cada uno tiene sobre mí, es lo mismo que añadir la nada. Pero Dios, al querer que los hombres vivan en sociedad, por lo mismo quiso también que al frente hubiese un poder encargado de reducir las múltiples voluntades a la unidad del fin social. Da también a los acontecimientos que su providencia dirige, y hasta a los hombres en los orígenes de las sociedades, una gran amplitud para determinar la forma en que se debe ejercer el poder civil y su modo de transmisión. Pero, una vez investidos regularmente, los depositarios soberanos del poder sólo dependen de Dios en la esfera de las atribuciones legítimas, porque de él solo les viene el poder y no de sus pueblos, que no se le podrían otorgar porque ellos tampoco le poseen. Mientras cumplan las condiciones del pacto social, o no conviertan en ruina de la sociedad el poder que recibieron para su bien, el derecho que tienen a la obediencia es el mismo de Dios: ya recauden los tributos necesarios a su gobierno, ya restrinjan con las leyes que dan ellos en el comercio ordinario de la vida la libertad que permite el derecho natural, ya también publiquen edictos que lanzan al soldado en defensa de la patria a una muerte segura. En todos estos casos, es el mismo Dios quien manda por ellos y quiere ser obedecido: desde este mundo pone la espada en sus manos para castigo de los rebeldes; El mismo castigará eternamente en el otro a los que no se hayan corregido.


LA LEY OBLIGA

¡Cuán grande es, pues, esta dignidad de la ley humana, que hace del legislador el vicario mismo de Dios, a la vez que evita al súbdito la humillación de rebajarse ante otro hombre! Mas, para que la ley obligue y sea verdaderamente ley, es natural que ante todo debe conformarse con las prescripciones y prohibiciones del Ser supremo, cuya sola voluntad puede darle su carácter augusto, haciéndola entrar en el dominio de la conciencia. Por esta razón no puede existir en el mundo una ley contra Dios, contra su Ungido o su Iglesia. Desde el momento en que Dios no esté con el hombre que manda, el poder de ese hombre sólo es una fuerza brutal. El príncipe o la asamblea que pretenda reglamentar las costumbres, la vida moral de un país en contra de Dios, merece la oposición y el desprecio de las personas valientes; llamar con el nombre sagrado de ley a esas lucubraciones tiránicas es una profanación indigna de un cristiano y de todo hombre libre.

La Antífona del Ofertorio y sus antiguos versículos hacen referencia, igual que el Introito, al tiempo de la última persecución. Las palabras están tomadas de la oración de Ester en el momento de presentarse ante Asuéro para luchar contra Amán, figura del Anticristo. Ester es figura de la Iglesia.


OFERTORIO

Acuérdate de mí, Señor, que dominas sobre todo poder: y pon en mi boca la palabra justa, para que agraden mis palabras al príncipe. V. — Acuérdate que me he presentado ante ti.

V. — Convierte su corazón en odio de nuestros enemigos y de sus cómplices; y líbranos por tu poderosa mano, tú. que eres nuestro Dios para siempre.

V. — Rey de Israel, escúchanos, tú, que guías a José como a una oveja.

—Acuérdate de mí, Señor.


La garantía más segura contra la adversidad es la ausencia del pecado en las almas, pues el pecado despierta la cólera de Dios y pide venganza. Digamos con la Iglesia en la Secreta:


SECRETA

Haz, oh Dios misericordioso, que esta saludable oblación nos libre incesantemente de nuestras culpas, y nos proteja contra toda adversidad. Por Nuestro Señor Jesucristo.


La Antífona de la Comunión nos hace notar, para después imitar, la perseverancia y la solicitud de las súplicas de la Santa Madre Iglesia.


COMUNIÓN

Clamo porque tú me oyes, oh Dios: inclina tu oído, y escucha mis palabras.


Al celebrar en los Misterios la memoria del Salvador según recomendación suya, no debemos perder de vista que estos Misterios sagrados son también el refugio de nuestra miseria. Sería una presunción o una locura no pensar utilizarlos en la oración, como en la Poscomunión hace la Iglesia.


POSCOMUNIÓN

Hemos recibido, Señor, los dones de tu sagrado Misterio, suplicándote humildemente hagas que, lo que nos mandaste celebrar en recuerdo tuyo, se convierta en remedio de nuestra enfermedad. Tú, que vives.

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