LA TRANSFIGURACIÓN DE NUESTRO SEÑOR
Año Litúrgico – Dom Prospero Gueranger
Propone hoy la Santa Madre Iglesia a nuestra consideración un asunto de capital importancia para el tiempo en que estamos. La lección que el Salvador dió un día a tres de sus Apóstoles, nos la aplica a nosotros en este segundo Domingo de la Santa Cuaresma. Esforcémonos por estar más atentos que estuvieron los tres discípulos del Evangelio de hoy cuando su maestro se dignó preferirles a los demás para honrarlos con favor tan señalado.
LA CONDESCENDENCIA DE JESÚS
Preparábase Jesús a pasar de Galilea a Judea para ir a Jerusalén donde debía hallarse en la fiesta de la Pascua. Era esta la última Pascua que iba a comenzar con la inmolación del cordero figurativo y acabarse con el sacrificio del Cordero de Dios que borra los pecados del mundo. Jesús no debía ser ya desconocido a sus discípulos. Sus obras habían dado testimonio de él a los ojos de los mismos extraños; su palabra de tan calificada autoridad, su bondad tan atractiva, su paciencia en sufrir la grosería de los hombres que se había escogido por compañeros; todo debió contribuir a unírseles a él hasta la muerte. Habían oído a Pedro, uno de ellos, declarar por inspiración divina que era Jesús el Cristo, el Hijo de Dios vivo ( Mat., XVI, 16); la prueba, sin embargo, que se les venía encima iba a ser tan espantosa, dada su flaqueza, que Jesús quiso antes de someterles a ella procurarles un último socorro para armarles contra la tentación.
EL ESCÁNDALO DE LA CRUZ
No sólo para la Sinagoga, desgraciadamente, iba a ser la Cruz motivo de escándalo ( I Cor., I, 23.); Jesús en la última Cena decía delante de sus apóstoles reunidos en torno suyo: "Todos os escandalizaréis esta noche por mi causa" (Mat., XXVI, 31). ¡Qué prueba cruel para hombres carnales como ellos el verle arrastrado y cargado de cadenas por mano de soldados, conducido de un tribunal a otro, sin pensar en defenderse; el ver salir adelante aquella conspiración de pontífices y fariseos tan frecuentemente confundidos por la cordura de Jesús y el brillo de sus milagros; ver al pueblo que poco antes gritaba Hosanna, reclamar apasionadamente su muerte; verle finalmente expirar en patíbulo infame entre dos ladrones y servir de trofeo a los odios reconcentrados de sus enemigos!
¿No se desalentarán a la vista de tantas humillaciones y sufrimientos esos hombres que desde hace tres años siguen sus pasos? ¿Se acordarán de cuanto han visto y oído? ¿El pavor y cobardía no paralizarán sus almas el día en que se cumplan las profecías que les hizo sobre su persona? Jesús, no obstante quiere ensayar un último esfuérzo en tres de ellos que le son especialmente queridos: Pedro, a quien ha hecho fundamento de su futura Iglesia, Santiago, el hijo del trueno, que será el primer mártir en el colegio apostólico, y Juan su hermano, que es llamado el discípulo amado. Jesús quiere tomarlos aparte y mostrarles por unos instantes el esplendor de la gloria que oculta a los ojos de los mortales hasta el día de la manifestación.
LA TRANSFIGURACIÓN
Deja, pues, a los otros discípulos en la llanura cerca de Nazareth, y se dirige con los tres escogidos hacia una alta montaña llamada Tabor, que se encadena a las estribaciones del Líbano de que el salmista nos dice que debía exultar al nombre del Señor ( Ps., LXXXVIII, 13.). Apenas llega Jesús a la cima de esta montaña, de repente desaparece su mortal aspecto a los ojos maravillados de los tres Apóstoles; su cara resplandece como el sol, sus vestidos brillan con la blancura deslumbrante de la nieve. Dos personajes inesperados están allí ante los Apóstoles y conversan con su Maestro sobre los sufrimientos que le esperan en Jerusalén. Son Moisés, el legislador, coronado de rayos y Elías el profeta arrebatado en un carro de fuego, sin pasar por la muerte. Estos dos grandes potentados de la religión mosaica—la Ley y la Profecía—se inclinan humildemente delante de Jesús de Nazareth.
Y no sólo los ojos de los tres apóstoles son iluminados del resplandor que rodea a su Maestro y sale de Él, sino que sus corazones se ven sobrecogidos de vivo sentimiento de felicidad que les encadena a la tierra. Pedro no quiere ya bajar de la montaña; con Jesús, con Moisés y Elías quiere sentar allí sus reales. Y para que nada faltara a esta escena en que las grandezas de la humanidad de Jesús se manifiestan a los apóstoles, el testimonio del Padre celestial sale de una nube luminosa que acaba de cubrir la cima del Tabor, y oyen proclamar a Dios que Jesús es su hijo eterno.
Este instante de gloria para el Hijo del hombre duró poco; su misión de sufrimientos y humillaciones le llamaba a Jerusalén. Retiró, pues, dentro de sí ese resplandor sobrenatural; y cuando volvió en sí a los apóstoles a quienes la voz del Padre había dejado como anonadados, ya no vieron más que a su Maestro. La nube luminosa desde la que había resonado la palabra de Dios se había desvanecido. Moisés y Elías habían desaparecido. ¿Recordarán siquiera lo que vieron y oyeron esos hombres honrados con tan insigne favor? ¿Quedará en adelante impresa en su memoria la divinidad de Jesús? Cuando llegue la hora de la prueba, ¿no desconfiarán, por ventura, de su divina misión? ¿No se escandalizarán de su humillación voluntaria? Los relatos evangélicos que siguen nos contestarán.
LA AGONÍA DE GETSEMANÍ
Poco tiempo después, habiendo celebrado con ellos su última Cena, guía Jesús a sus discípulos a otra montaña, la de los Olivos al este de Jerusalén; deja a la entrada de un jardín a la mayoría de ellos, y tomando consigo a Pedro, Santiago y Juan se adentra en aquel lugar solitario; "triste está mi alma hasta la muerte, les dice, quedaos aquí, velad conmigo un poco ( Mat., XXVI, 38.)". Y se aleja a cierta distancia para rogar a su Padre. Sabemos qué inmenso dolor oprimía entonces el corazón del Redentor. Cuando vuelve hacia sus tres discípulos la agonía ha pasado por él; un sudor de sangre ha empapado sus vestiduras. En medio de crisis tan atroz ¿velan al menos entonces ardorosos en espera del instante en que han de sacrificarse por él? No; se han dormido; sus ojos se han vuelto abrumados de sueño. Dentro de poco todos huirán, y Pedro el más animoso jurará que no le conoce.
LECCIÓN DE FE
Más tarde los tres apóstoles testigos de la Resurrección de su Maestro retractaron su conducta con sincero arrepentimiento y reconocieron la previsora bondad con que el Salvador quiso armarles contra la tentación, haciéndose ver de ellos en su gloria tan poco tiempo antes de su Pasión. Por lo que a nosotros cristianos atañe, no aguardemos a abandonarle y traicionarle para reconocer su grandeza y divinidad. Estamos en puertas del aniversario de su sacrificio; nosotros también le vamos a ver humillado por sus enemigos y aplastado bajo el brazo de Dios. No desfallezca nuestra fe ante ese espectáculo; el oráculo de David que nos le representa semejante a un gusano al que se pisotea ( Sal., XXI, 7.); la profecía de Isaías que nos le describe como un leproso, como el último de los hombres, el varón de dolores (Isaías, LUI, 4.), todo esto se va a cumplir a la letra. Acordémonos entonces de los resplandores del Tabor, de los homenajes de Moisés y Elías, de la nube luminosa, de la voz del Padre. Cuanto más Jesús va a anonadarse a nuestra vista más debemos ensalzarle con nuestras aclamaciones, diciendo con las milicias angélicas, con los veinte y cuatro ancianos que San Juan, uno de los testigos del Tabor, oyó en el cielo: "Digno es el Cordero que ha sido inmolado, de recibir el poder y la divinidad, la sabiduría y la fortaleza, el honor, la gloria y la bendición" (Apoc., V, 12.).
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