COMENTARIO AL EVANGELIO
DOMINGO TERCERO DESPUÉS DE LA EPIFANÍA
En aquel tiempo: Cuando Jesús bajó de la montaña, le fueron siguiendo grandes muchedumbres. Y he aquí que un leproso se aproximó, se prosternó delante de Él y le dijo: “Señor, si Tú quieres, puedes limpiarme”. Y Él, tendiéndole su mano, lo tocó y le dijo: “Quiero, queda limpio”, y al punto fue sanado de su lepra. Díjole entonces Jesús: “Mira, no lo digas a nadie; sino ve a mostrarte al sacerdote y presenta la ofrenda prescrita por Moisés, para que les sirva de testimonio”. Cuando hubo entrado en Cafarnaúm, se le aproximó un centurión y le suplicó, diciendo: “Señor, mi criado está en casa, postrado, paralítico, y sufre terriblemente”. Y Él le dijo: “Yo iré y lo sanare”. Pero el centurión replicó diciendo: “Señor, yo no soy digno de que entres bajo mi techo, mas solamente dilo con una palabra y quedará sano mi criado. Porque también yo, que soy un subordinado, tengo soldados a mis órdenes, y digo a éste: “Ve” y él va; a aquél: “Ven”, y viene; y a mi criado: “Haz esto”, y lo hace”. Jesús se admiró al oírlo, y dijo a los que le seguían: “En verdad, os digo, en ninguno de Israel he hallado tanta fe”. Os digo pues: “Muchos llegarán del Oriente y del Occidente y se reclinarán a la mesa con Abrahán, Isaac y Jacob en el reino de los cielos, mientras que los hijos del reino serán echados a las tinieblas de afuera; allá será el llanto y el rechinar de dientes”. Y dijo Jesús al centurión: “Anda; como creíste, se te cumpla”. Y el criado en esa misma hora fue sanado.
Mateo VIII, 1-13
SANTO TOMÁS DE VILLANUEVA
La Justificación por la Fe
Cf. Divi Thomae a Villanova opera omnia vol.I p.175-18: Conciones omnes a Dom. 1. Advent. ad tertiam. Quadrages, usque complectentes, Maniiae 1881).
A) El camino de la justificación
"El Salmista dice: Haz que entienda los caminos de tus justificaciones (Ps. 118,27). Nada más admirable que aquel modo de iluminar del Espíritu Santo cuando murmura misteriosas palabras a los oídos del corazón, según dice la Escritura: Llegóme calladamente un hablar, (Iob 4,12).
El orador pone el ejemplo de una madre que enseña a su hijo los primeros pasos: así suele ayudarnos el Santo Espíritu. Interés extraordinario entraña que tan santísima Persona nos enseñe el camino de la justificación y nos haga ver cuál ha de ser la intención que nos guíe, porque el que un navío se separe dos o tres leguas de la ruta no significa nada: pero. si pierde el timón, el peligro será muy grave. El timón del alma es su intención. Veamos, pues. sobre qué fundamentos hemos de edificar la casa de nuestra santidad, para que resista vientos y agua.
B) Ni la ley judía ni nuestras obras nos justifican
Según San Pablo, la justificación no consiste ni en las obras ni en los sacrificios de la ley antigua (Hebr. 10.5-6). Y si éstos representaban algún valor, era en cuanto que gozaban de una significación mística de la redención de Jesucristo. Se parecían al anillo, que aprecia una esposa entrañablemente, no por su valor Intrínseco, sino por el recuerdo del marido.
Tres razones dió San Pablo para demostrar que él no estaba sujeto a la ley. Primera, que la ley no domina al hombre más que durante la vida, y yo he muerto a la ley por vivir para Dios; estoy crucificado con Cristo (Gal. 2, 19); segunda, que un hombre que pertenece a otro no puede disponer de si mismo, y yo pertenezco a Cristo, que nos, ha hecho libres (Gal. 5,1); tercera, que el legislador no está sometido a la ley, y es Cristo quien vive en mí (Gal. 2,20).
Pero tampoco consiste la salvación en nuestras obras, como si ellas poseyesen un derecho físico y positivo. Tal era la doctrina de Pelagio. que interpretaba prescindiendo de la gracia el pasaje del Eclesiástico: Dios hizo al hombre desde el principio y le dejó en manos de su albedrío (15,14).
No son nuestras obras: primero, porque de suyo son imperfectas, como obras de una criatura para con Dios, en cuya presencia ningún hombre es justo (Ps. 1 24,2). Segundo, porque, aunque fuesen buenas y perfectas, siempre nos habrían venido de Dios como de causa primera. Todo buen don o toda dádiva perfecta viene de arriba (lac. 1,17), y es la gracia la que confiere valor a nuestras acciones. Tercero, Tercero, porque estamos obligados por los beneficios divinos de la creación, de la conservación y de la redención dárselo todo a Dios.
C) La justificación. por la fe en Cristo
Abundan los textos de San Pablo, en los que se atribuye la justificación a la fe. El justo vive de la fe (Rom. 1, 17); Abrahán creyó en Dios y le fué computado a la justicia (Rom. 4,3); todo el que creyere en en Él no será confundido (Rom. 10,11). Santiago parece oponerse a esta doctrina al afirmar que es muerta la fe sin las obras (lac. 2,26) y al decir que los demonios creen y tiemblan (ibid. 19). Si. embargo, no hay desacuerdo alguno, porque también S. Pablo asegura: Si poseyendo el don de profecía y conociendo todos los misterios y toda la ciencia, y tanta fe que trasladase los montes, si no tengo caridad, no soy nada (1 Cor. 13.2); y es que se refiere a la caridad fe. Cuando dice que Abraham no fué justificado por las obras (Rom. 4, 2), quiere decir que no fueron las obras en si mismas; y cuando Santiago afirma que lo fue por sus obras (Iac. 2.21-22), se refiere a ellas en cuanto estaban informadas en la fe.
Jesucristo es la fuente de salud del género humano. Y el primer contacto con esa fuente, la unión por la fe; la caridad será su complemento. Así. pues, todos somos justificados en Cristo por la fe, actuada por la caridad. Esta fe hace brotar la esperanza y la confianza, no en nuestras propias obras, sino en Dios. Dichoso el que a sí mismo no tenga que reprocharse lo que siente (Rom. 14,22).
Si esperáis sin ofrecer a Dios sacrificios de justicia (Ps. 4,6), podrá ser que vuestra esperanza sea vana; pero si confiáis sólo en el sacrificio, vuestra esperanza será orgullosa e insensata. Ofreced, pues, la penitencia antes que los sacrificios de justicia, y poned vuestra esperanza no en vuestra ofrenda, sino en el Señor. Feliz aquel a quien Dios concede la gracia de ejecutar buenas obras y de no confiar en ellas, sino de gloriarse en la cruz de Jesucristo (Gal. 6,14).
El agricultor es un ejemplo. Si espera sembrar, su esperanza es vana; si siembra y confía, sin contar con Dios, ni con las lluvias, ni con el sol, su esperanza es insensata. Debe sembrar y esperar en Dios, que es el que otorga el crecimiento.
El valor del oro es su brillo y apariencia externa; quitádsela, y lo mismo da el oro que el hierro. El valor de una obra es la grada de Dios; suprimídsela, y bien poca cosa quedará.
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