sábado, 26 de septiembre de 2020

Santo Tomás de Villanueva: La Perla Preciosa y el Tesoro Escondido



COMENTARIO ACERCA DEL EVANGELIO

DEL DOMINGO XVII DESPUÉS DE PENTECOSTÉS

 

En aquel tiempo: Se acercaron a Jesús los fariseos y uno de ellos, Doctor de la Ley, le preguntó con ánimo de ponerle a prueba: Maestro, ¿cuál es el mandamiento mayor de la Ley? Él le dijo: Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los Profetas. Estando aún reunidos los fariseos, Jesús les propuso esta cuestión: “¿Qué pensáis del Cristo? ¿De quién es hijo?” Dijéronle “de David”. Replicó Él “¡Cómo, entonces, David (inspirado), por el Espíritu, lo llama “Señor”, cuando dice: “El Señor dijo a mi Señor: Sientate a mi diestra, hasta que ponga a tus enemigos bajo tus pies”? Si David lo llama “Señor” ¿cómo es su hijo? Y nadie pudo responderle nada, y desde ese día nadie osó más proponerle cuestiones.

Mateo XXII, 34-46


SANTO TOMÁS DE VILLANUEVA

La perla preciosa y el tesoro escondido

Extractamos tres sermones de este autor predilecto, al que no dudamos en calificar como el mejor de los predicadores españoles. ¡Lástima que no escribiera sus sermones en castellano, porque a buen seguro que, tan fecundo en ideas, a veces tan modernas, y tan abundante en afectos, constituiría una de las joyas de nuestra literatura!, (cf. Divi THOMAE A VILLANOVA Opera omnia [Manilae 1886] in h.1.).  


A) Caracteres del amor a Dios

a) DULCE MANDAMIENTO

Vamos a hablar de un asunto que no puede compararse con ningún otro. Dígnese el Señor darme palabras suficientes, puesto que no las hay capaces de expresarlo. ¿Quién podrá hablar bien del amor si no es el que ama? El amor tiene un lenguaje peculiar, conocido sólo por el corazón amante. Cuanto más se ama a Dios, tanto más elocuente, viva y cautivadora es su palabra. Ni Demóstenes ni Cicerón supieron hablar como los santos. 

Señor, me pones un mandamiento con todo rigor; pero ¿acaso soy tan perverso e ingrato, creado por tus manos y colmado de beneficios, que necesite que emplees tu rigor en mandarme que te ame? 

¡Qué digo mandamiento riguroso! Es el más dulce y suave, y te doy gracias por él. Yo deseaba ya caminar, y tu todavía aguijas mi ardor. ¿Hay algo más agradable que amaros, más dulce que arder por. Vos? Si me hubieseis mandado que no os amase, ese precepto sería insoportable. Lo terrible del infierno es que no se te ama, que allí se te ve como un Dios que odia. 

Ninguno de los mandamientos de nuestro Dios son ni severos ni pesados; no nos ordena que desgarremos nuestra carne, ni nada semejante. ¿Qué es lo que nos dice? Un mandamiento nuevo que los comprende a todos: que le amemos a El y que nos amemos los unos a los otros. No quiero nada vuestro, no os exijo más que una cosa: que, en pago de tantos favores como os he hecho, me améis un Poco.


b) MANDAMIENTO RAZONABLE 

¡Y qué justo es, oh Señor, que quieras que te amen las obras de tus manos! Todo lo hiciste sin mérito alguno de mi parte y sin ninguna necesidad tuya. ¿A quién, pues, habremos de alabar sino a ti? Suponed un cuadro que después de recibir pincelada pudiera contemplar su propia belleza, ¿no se la agradecería al pintor? ¡Ah pintor divino, tú me hiciste bello!  

Dios nos ha dado cuanto tenemos. Si, pues, empleáramos algunos de nuestros pensamientos, afectos o deseos apetecer o amar otra cosa que no fuera Dios, seríamos verdaderos ladrones, que malbaratábamos un bien que no nos pertenecía. Esta es la razón por la que habremos de dar cuenta hasta de una palabra ociosa, porque todo se lo debemos a Dios, que estableció fuesen fecundas nuestras tres potencias de memoria, entendimiento y voluntad. Hemos de usarlas según quiere El, y El nos ha dado la norma: Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón con toda tu alma y con todo tu espíritu. 


C) MANDAMIENTO NUEVO

¿Cómo es nuevo, Señor, este precepto, si tiene fuerza desde hace ya tantos siglos antes de tu venida? Pues porque habéis recibido el espíritu de adopción, por el que clamamos: ¡Abba, Padre! (Rom. 8,15). La ley que os doy es una ley de amor, no de temor, y este mi precepto es nuevo porque os lo doy de una manera nueva, no grabado sobre piedra, sino escrito en vuestros corazones. Y es nuevo porque se ha practicado de una manera nueva, llevándome hasta el prodigio de la cruz. Es antiguo en cuanto al tiempo en que fué dado y es nuevo en cuanto a su fuerza y extensión, porque los hombres han comenzado a entregar su vida y sus bienes con alegría desde el momento en que aprendieron que un Dios ardía con amores de cruz. 


d) AMOR PREMIADO

¡Oh prodigio! Eres tú, Dios mío, el que me da el amor Y el que, a la vez, lo premias. Das porque has dado, das Para dar más todavía; gracias sobre gracia, favor sobre favor. Y cuando coronas tus méritos, ¿qué otra cosa coronas sino tus dones? ¿Quién no queda extasiado ante bondad semejante? Yo me imagino un hombre devorado por el hambre; se le ofrece una y mil monedas de oro para que coma; yo me imagino un hombre abrasado por la sed: se le ofrece agua fresca y un premio para que beba. Así obras tú, Señor. Estamos abrasados por la sed del amor, y nos das un pre-mio Para que bebamos en él. Tu amor, ¡oh Señor!, es tan noble y dulce, que debiéramos arrostrar los más crueles tormetos por él, y, sin embargo, nos ofreces los mayores premios.


e) AMOR QUE HONRA

Otro motivo para apreciar el amor de Dios es la honra que nos da, no sólo al no desdeñarse de que le amemos, amo exigiéndolo de la manera más rigurosa. ¿.Es que soy acaso tan grande que debas preocuparte de mi amor? Pero ya lo se; no es tu interés el que te mueve, sino el mío. Tu me amas, y por eso quieres que yo te ame, porque sabes que toda mi vida y salvación se encierra en tu amor. Me pides amor para darme la vida, porque la vida eterna está en conocerte, y al conocerte, te amamos a ti y a Jesucristo, a quien has enviado (lo. 17,3). Y, para que nadie quede excluido de esta vida, quieres que todos sean arrastrados por tu amor... 

Dios creó los hombres para la vida eterna. Sin duda que los colocó en medio de una gran desigualdad respecto a los bienes viles y abyectos, que pasan con el tiempo; pero en cuanto a los bienes verdaderos y legítimos, en los que estriba la salud eterna, no ha querido que haya pobres. A todos les dió el poder de amar.


B) Motivos del amor de Dios

En el exordio de este segundo sermón inicia tres argumentos y expone los dos útimos en el sermón siguiente (cf. ibid.).


a) EXORDIO: POR QUÉ DEBEMOS AMAR A DIOS

Vamos a ver tres cosas: por qué debemos amar a Dios, cómo debemos amarle y cómo podemos obtener su amor. 

Hasta el infiel y bárbaro saben que debemos amar a Dios, puesto que la multitud de sus favores y los gritos de la creación nos convencen. Sin embargo, como la palabra humana es el argumento más eficaz entre los hombres, vamos a intentarlo de viva voz. 

ice la Sagrada Escritura: Amarás al Señor, tu Dios. Palabras en las que están contenidos los motivos del amor. Debes amarle porque es Dios, porque es el Señor y porque es tuyo. Le amarás por si mismo, por sus beneficios y por ti. Bajo los tres aspectos es infinitamente amable; a saber, porque es bueno, porque es deleitable y porque es bienhechor. Si eres hombre inteligente, ámale, porque es bueno; si eres sensible a los sufrimientos, ámale, porque es dulce; si estás apegado a tus intereses, ámale, porque te es útil. No tienes por dónde escapar a su amor. 


b) AMARLE PORQUE ES DIOS

1. Porque es digno de nuestro amor

Amale porque es Dios, esto es, por sí mismo, porque es el soberano bien, en el que se encuentran y de donde se derivan todos los demás bienes. Dios de la majestad, de la bondad, de la gloria, de la sabiduría... ¿Qué representa todo nuestro amor enfrente de ese soberano bien? Una gota en el océano, en ese océano de luz y de esplendor sin fin. 

Sólo Dios es digno de ser amado por si mismo, porque Dios es como el centro del amor, hacia el que se precipitan las criaturas con todo su peso. Es totalmente amable, que hasta los seres insensibles le aman a su modo... 

El amor es el peso del alma, según San Agustín (cf. Confes. 1.13 c.9), y Dios es el centro de las almas, como la tierra lo es de las piedras. Imita, pues, a la naturaleza insensible, imita la impetuosidad de la piedras cuando se precipita, barriendo los obstáculos, hacia el centro de gravedad. Imita a las rocas, que lo arrasan  todo con tal  de llegar  al fondo del precipicio. Acuérdate del amor del Apóstol que, como una inmensa roca, corría hacia Dios. 

2. Dios, centro del alma

No tienes más que abrir los ojos para entender que Dios es el centro de tu alma, porque fuera de El no encontrarás reposo. Consulta la experiencia, y verás que tu amor no puede descansar en ningún otro ser,  porque todos te empujan lejos de ellos y te impulsan hacia tu centro. ¿No has comprobado ya que, cuando amas por sí mismo a un ser creado, no encuentras en ese amor sino inquietud continua? ¡Oh y cómo es de cruel y amarga la criatura cuando se le ama por sí misma! Todas ellas nos apartan con ignominia y parece que nos dicen: Desgraciado, ¿por qué te apegas a mí, que no soy tu bien definitivo? Márchate y sigue por el camino verdadero. Y tú, sin embargo, alma ciega, te abrazas con ellas; pero ese abrazo dura poco y presto se cambia en amargura y disgusto. No hay un ser que te sacie, y con su falta de satisfacción te está diciendo que no es a él a quien tienes que buscar. 

Puedes ver claramente que, siendo Dios el bien del hombre, toda la fuerza del amor lleva al hombre hacia Dios como a su objeto propio, aunque sea un efecto tristísimo de la voluntad el que podamos caer en el desorden, ya que, por desgracia, no está arrastrada necesariamente hacia su propio bien como los seres materiales... 

3. El alma se inclina a amar a Dios 

Es, pues, evidente que el alma se inclina naturalmente a amar a Dios, y, si el pecado no la hubiese corrompido, no necesitaríamos de precepto alguno que nos impusiera el amor. El amor de Dios le es tan natural al hombre como el amor de sí mismo, y en el primer estado del paraíso no hizo falta ninguna fórmula que se lo imperase. Pero hoy, por desgracia, hemos falseado en tal forma las propiedades de nuestra naturaleza, nos hemos hecho tan extraños a la gracia, que ni mandamientos, ni promesas, ni amenazas nos bastan para que nos sintamos poseídos por el amor. 

Dime, alma mía, dime, desgraciada: ¿por qué yerras fácilmente fuera de ese camino y te pierdes entre las criaturas, que no apagan tu sed, mendigando una gota de agua, que la excita en vez de calmarla? Dime: ¿qué es lo que puedes desear que no encuentres en Dios? El es infinitamente sabio.  desear que no encuentres en Dios? ¿Amas la sabiduría? El es infinitamente sabio. ¿Amas la belleza? El es infinitamente bello. ¿Amas poder la fuerza? El es todopoderoso. ¿Amas las gloias y las riquezas? Las glorias y las riquezas habitan su casa. ¿Amas el placer y las delicias? Las eternas delicias, junto a tu diestra (Ps. 15 11). Y, sin embargo, desgraciada, abandonas un océano eterno de toda  clase de bienes para intentar saciarte con angustia en los escasos arroyos de las criaturas. Desdeñas la fuente que te ofrece ella misma a tu sed y cavas con fatiga pozos de agua turbia... 

4. Dios es el bien mismo

Pues ésa es la bondad que Dios promete y da a sus elegidos y amigos; no es un bien, sino el bien mismo. "No os imaginéis que Dios es bueno, sabio y poderoso como el hombre, el sol o los ángeles. Ángeles y hombres lo son accidentalmente; Dios lo es por esencia y por substancia, no lo es por una cualidad que haya sido dada a su ser, porque su ser consiste en ser bueno. La bondad y la belleza no están unidas a la divinidad para conseguir que Dios sea bueno o bello, no están encerradas en la naturaleza de Dios, sino que Dios es la misma bondad ilimitada e infinita, la belleza infinita, la sabiduría y poder infinitos, y lo mismo podemos decir de todos los atributos que se predican de Dios, no por cualificaciones, como en las criaturas, sino porque constituyen la esencia de la divinidad". Pero ¿dónde vamos con tantos discursos que el pueblo no puede entender? Nos hemos propuesto el amor y no las discusiones, la caridad y no la inteligencia. Volvamos, pues, a nuestro primer pensamiento, y no dejemos de llorar al ver a un Dios infinita. mente bueno caminando por en medio de las criaturas, obra de sus manos, buscando un corazón que le ame, y sin encontrarlo.

5. Nos pide que le amemos

Fijaos en ese Dios lleno de amor y cómo pide en el Cantar de los Cantares que sus criaturas le concedan su amistad... Ábreme... —dice--, hermana mía, amiga mía, paloma mía (Cant. 5,2), y el alma le contesta dejándolo para otro día con mil pretextos. ¿Así desprecias a tu Creador y amante? Pero el amante divino, en su infinita ternura, no se detiene ante obstáculos; pasa la mano a través de las rejas hasta que por fin logra conmover al alma; corre por las calles y las plazas, preguntando a las hijas de Jerusalén por el que ya es objeto de su amor; le busca, y no le encuentra; pregunta, y no le contestan. 

"He aquí, Señor, cómo soléis obrar; llamáis para que se os conozca, huís cuando se os busca; llamáis, y os escondéis; provocáis, y os alejáis; excitáis, y volvéis la espalda; y, sin embargo, vuestra ternura no es menor cuando os alejáis que cuando os acercáis. ¿No nos ha enseñado la experiencia mil veces esta verdad? ¡Oh Dios mío! Persigues durante mucho tiempo a un alma por medio de vuestras inspiraciones y presentes, por medio de los remordimientos, tribulaciones y tristezas. La excitáis a que os entregue su amor, a que desprecie el mundo y a que os busque a vos solo. Vencida, al fin, por vuestro  pretender, el alma abandona, dona el mundo, os sigue con todas sus fuerzas sin abandonar el camino de vuestros mandamientos, y entonces, cuando os busca con el mayor ardor, cuando os desea como objeto de sus afectos más encendidos, entonces os escondéis a sus ojos, permanecéis alejado de ese corazón que se consume en amor vuestro y no os dignáis escuchar su voz, que os llama  sin cesar”...


C) Motivos y modo de amar a Dios

Continuando en el asunto del sermón anterior, expone los dos últimos motivos del amor de Dios y cómo debemos amarle. 


a) Los CAMINOS DEL AMOR

1. La recompensa del amor es amar

Hemos hablado ya del motivo más alto del amor. Todo lo que sea amar a Dios por cualquier otra causa, bien sea por sus beneficios, bien por la recompensa que nos promete, es debilitar el amor. Es más: si amásemos a Dios sólo y exclusivamente por la recompensa, este amor sería mercenario y no atraería la complacencia del Señor, porque sería un amor sin caridad. Ni a los hombres les gusta ser amados de esa guisa. El amor que no sube más alto es imperfecto, es amarnos a nosotros mismos y no a Dios. 

Sin embargo, no obstante su imperfección, tiene una ventaja, y es la de ser ocasión de que sirvamos a Dios y acostumbrarnos a las buenas obras; de donde, con la gracia, comenzaremos a elevarnos hacia ese amor perfecto, del que dice San Bernardo (cf. Trat. del amor de Dios 1.7 c.1) que el amor es un afecto, no un contrato; obtiene la recompensa, pero no la busca. ¡Qué digo! El amor más digno de recompensa es el que no la pretende; la recompensa del amor es amar, y el amor es por sí mismo su propia recompensa. Yo amo porque amo y amo para amar; no busco ni otra causa ni otro fin a mi amor.  

2 Los tres grados primeros del amor

Pero este amor tan puro no es fácil de conseguir y es necesario subir a él por grados. Si nuestra naturaleza no estuviera herida por el pecado, sería más fácil; pero nos ocurre ahora lo que a una fuente, cuyas aguas límpidas no pueden encontrar su salida natural porque hemos puesto se obstáculos a su curso, y entonces procura buscarse otra, tir quizás mezclada con barro y cieno. Así, pues, comenzamos a amarnos a nosotros mismos, cuando debiéramos comenzar Por amar a Dios, como lo quiere el orden natural. En realidad, nos amamos a nosotros más que a todas las demás cosas, y a las cosas las amamos por nosotros, y de este punto de partida nos vamos remontando a Dios, a quien amamos menos por sí mismo que por los bienes que nos proporciona. Las necesidades de cada día nos obligan a pedir su ayuda, al comprobar que no podemos poseer sin El los objetos de nuestro amor, a saber la existencia y todo lo que es necesario y la fuerza de recurrir a El para pedirle, vamos entendiendo su liberalidad, ternura y bondad. Esta divina bondad logra conmovernos y complacernos por sí misma. 

Por lo tanto el primer grado del amor consiste en amarnos  a nosotros mismos: el segundo, en amar a Dios por nosotros, y el tercero, en amarle  a El  en sí mismo.

3. El cuarto y supremo grado de amor 

¿Quién podrá alcanzar el cuarto grado de amor, en el que se ama todo por Dios? Feliz el que llega a este estado, olvidándose de su propia pia persona. Una tal felicidad no suele pertenecer a esta vida, sino al cielo, porque el cuerpo corrompido agobia con su. peso al alma, y mientras la voluntad se esfuerza en subir a las alturas, el peso del cuerpo la arrastra hacia la tierra (Sap. 9, 15).


b) AMA A DIOS, PORQUE ES EL SEÑOR

No debemos amarle sólo porque sea Dios, esto es, por sí mismo y con un amor absoluto, sino además porque es nuestro Señor, a saber, por el cuidado que tiene de nosotros y porque se preocupa y socorre con largueza todas nuestras necesidades, siendo esta razón no ciertamente de las más débiles Amemos a Dios porque es bueno, pero amémosle también porque nuestro amor es una deuda, y, ¡ah, qué deuda y como la hemos contraído! ¿Qué podré yo dar a Yavé por todos los beneficios que me ha hecho? (Ps. 115,12). Me has dado a mí mismo, me has dado todos tus bienes, y, con una liberalidad mayor todavía, nos has colmado de maravillas hasta cumplir las palabras del Apóstol: Me amó y se entregó a mí (Gal. 2,20). 


c) AMA A DIOS, PORQUE ES TUYO

Ya que no ames a Dios porque es el Señor, ámale al menos porque es tuyo, porque es tu Dios. ¿Quién no ama las cosas de su propiedad? ¡Oh hombre!, amas a tus trajes, a tus casas y tus campos, pues ama también a tu Dios, porque es cosa tuya. No hay nada que sea tan tuyo como lo es Dios, que te pertenece a ti más de lo que te perteneces tú mismo. ¿Te parece cosa indigna que Dios te pertenezca? 

Pues escucha al profeta: Sus graneros están llenos y rebosan trigo, sus ovejas fecundas salen en muchedumbre de su establo..., y dicen: Feliz el pueblo que posee todos estos bienes (Ps. 143,13: Vulgata). Así piensa el mundo; sin embargo, el salmista contesta: Feliz el pueblo cuya herencia es el Señor, su Dios (ibid.). Pues si Dios es tu propiedad, ¿por qué la excluyes de ese amor con que amas a todo lo tuyo? Pierdes cualquier cosilla de las que posees, y te apenas; pierdes a Dios, y no te entristeces. Si le amases, lo sentirías, y no te entristeces, porque ni siquiera sabes los bienes aquellos que ni el ojo ha visto, ni el oído ha percibido, ni el corazón ha podido imaginar lo que Dios ha preparado para aquellos que le aman (1 Cor. 2,9). 

Si los bienes de que Dios te ha colmado no te bastan para encender tu amor, piensa al menos en la recompensa que te prepara en aquel océano de felicidad en que todo será bueno para ti, y que no consiste sino en hacer que Dios, sea tuyo. En la vida presente, todo concurre al bien de los que te aman  (Rom. 8.28), incluso los pecados, que les hacen más humildes, mientras  que a los que no le aman, hasta las virtudes les precipitan al mal, llenándoles de orgullo. Pero, cuando llegue aquel día, entonces entenderás bien cómo todo contribuye  a nuestra felicidad, porque Dios te habrá vuelto  y se habrá hecho tuyo.

Y si aun estas ventajas no te animan, piensa que al que ama no se le paga más que con amor... 


d) CÓMO AMAR A DIOS

1. Sin peso ni medida

¿Quieres que te explique la regla del amor? Pues está compendiada en estas palabras Con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu espíritu, esto es, con todas tus fuerzas. La medida de amor a Dios es amarle sin medida. ¿Quieres saber cómo has de amarle? Pues ámale cuanto se merece; con eso basta. 

Pero me dirás: ¿Cómo puedo yo alcanzar ese amor? Me agradan tus palabras. Si no eres suficiente para alabar a Dios, por lo menos no dejes de alabarle; si no puedes amarle tanto como debes, ámale, al menos, tanto como puedas; no temas los excesos de un amor en el que todas tus fuerzas y poder quedarán siempre por bajo de la gloria y excelencia del Dios amado, cómo todas tus alabanzas serán siempre muy inferiores al mérito y perfecciones del Dios que alabas. 

2. El exceso en el amor

"Amemos al Señor sin regla y sin medida, porque así nos amó El. El que hizo todas las cosas con peso y medida, no tuvo ni peso ni medida para amar. Únicamente al amar cae Dios en el exceso, y en este exceso sobrepasa los límites de toda inteligencia y razón. El que desde el principio ha guardado tal mesura en todas sus obras, no quiso tener ninguna para amar, y cayó en los excesos más increíbles. Perdóname, Señor mío, te lo suplico; perdona a tu siervo, Porque es la audacia y la alegría lo que inspiran sus palabras. Si, nuestro Dios nos amó con una demasía extraordinaria.¿No es acaso excesivo el que un Dios esté pendiente de un patíbulo por un miserable y vil gusano? ¿No es un exceso que Dios muera para que el culpable viva, que el Creador se entregue por su criatura, que El que nos ha hecho sufra tan cruelmente por la obra de sus manos? Si hay en esto medida, ¡oh Dios mío! será vuestra sabiduría quien pueda verla, porque para la inteligencia creada es un exceso; un exceso verdadero, exceso inmenso. No temo decirlo, porque los hechos lo demuestran, y el Apóstol, inspirado, tampoco tuvo temor de confesarlo: la caridad con que Dios nos amó es excesiva, puesto que le llevó entregar por nosotros al Hijo eterno. ¡Oh caridad desbordante, verdaderamente increíble, extremadamente excesiva, que sobrepasa la extensión y límites de toda caridad! Cuando el profeta habla de la obra de la redención la llama abundante; pero, cuando el Apóstol lo hace, la llama “formalmente excesiva (Eph. 2,4)". 

3. Tres maneras de amar a Dios

"Hay tres maneras de amar a Dios con todo el corazón. La primera consiste en ofrecérselo todo entero, sin dividirlo de una manera culpable, como Caín… En efecto, algunos dividen sus corazones, y entregan una parte a Dios y otra al mundo y a los placeres. Quieren honrar a Dios sin desagradar al mundo, aspiran a los bienes del cielo sin rechazar los de la tierra. A éstos dirige Santiago las palabras siguientes: Adúlteros, ¿no sabéis que la amistad del mundo es enemiga de Dios? Quién pretende ser amigo del mundo, se hace enemigo de Dios (Iac. 4,4). No ofrecen nada, porque no ofrecen su corazón entero, y Dios no acepta corazones partidos, ni su Espíritu habita corazones de vanidad. No aman a Dios de todo su corazón; por lo tanto quebrantan  este mandamiento. 

La segunda manera de amar a Dios con todo el corazón, es amarle a El solo y amar el resto de las cosas por El para El. 

En este caso, el corazón no se disipa con sus afectos a las demás criaturas, y éste es el amor del hombre perfecto. La tercera manera de amarle con todo el corazón consiste en absorberse en Dios de tal forma, que no haya un solo pensamiento, afecto y deseo que no verse sobre El. 

El primer modo de amar es perfecto; el segundo, de consejo; el tercero, está sobre los preceptos y consejos, porque sólo se consigue en el cielo".


e) CÓMO LLEGAR AL AMOR

1. Es una gracia sobre toda gracia

Adviértase en primer lugar que el hombre no puede conseguir el amor ni por su industria ni por su esfuerzo. Dios lo da gratuitamente y es una gracia sobre toda gracia. Se le obtiene por medio de lágrimas y de ruegos; pero no por nuestras propias fuerzas. El amor no se enseña, el amor es derramado en las almas; el amor no se aprende, es recibido gratuitamente. Sin embargo, los que lo buscan, lo encuentran, no como fruto natural de su búsqueda ni de sus investigaciones, sino como gracia que Dios les concede. 

2. La pureza de alma

Ahora bien, son muy numerosos los medios de que disponemos para ayudarnos, a conseguir ese amor. Sea, ante todo, la pureza de corazón, porque el licor dulce y precioso del amor no puede escanciarse en un vaso manchado. Por eso dice  Santiago: Acercaos a Dios, y El se acercará a vosotros. Lavad las manos, pecadores, y purificaos, hombres de doble corazón (Iac. 4,8). Purificaos no sólo de los lazos de la voluptuosidad, que deshonran, y del pecado, que  corrompe, sino de toda inquietud indigna. Vaciad vuestros corazones para que los llene el Espíritu Santo, que, en cuanto los vea vacíos, acudirá de prisa. Además es necesario que embellezcais el alma, con los ornamentos de la virtud. Apenas os vea así adornados, vendrá El mismo sin que le llaméis, se presentará sin que le invitéis; basta con que le mostréis su alcoba llena de flores para que acuda atraído por vuestros perfumes.

Pero el Espíritu de caridad es extraordinariamente a la más ligera ofensa se enfría o se va. Si, pues, lo habéis conseguido, conservadle solícitos como una con tetilla en medio del bosque húmedo, que se apaga al menor soplo. No apaguéis en vosotros el Espíritu (1 Thes. 5,19). 

3. Otros medios 

El desearlo vivamente y el pedírselo al Señor son medios de los más eficaces. Dios no da su Espíritu de amor a quienes lo menosprecian, ni arroja sus perlas a los pies de los cerdos; pero, en cambio, las reparte generoso a quienes las desean. 

Todavía existe otro medio, que es la mortificación de la carne, porque los apetitos groseros son un peso que aleja de Dios y una nube de vapores negros que impiden brillar a la luz serena. 

El amor al prójimo tiene asimismo una gran eficacia para conducirnos al amor de Dios. Es como el primer escalón que hay que empezar a subir. Hace que el alma entre dentro del amor de Dios como la aguja, que lleva el hilo detrás de ella. 

Aunque podemos citar diversas maneras de conseguir este divino amor, como la lectura de las santas Escrituras, la meditación frecuente sobre la encarnación y pasión del Señor, el recuerdo continuo de sus beneficios. 

Todos estos medios y otros semejantes son como un bosque místico, que encendido alimenta el fuego sagrado y lo entretiene sin cesar para que no se apague y arda continuamente en la presencia de Dios, cumpliendo el precepto de la Ley: El holocausto arderá sobre el hogar del altar de la noche a la mañana y el fuego del altar se tendrá siempre  encendido (Lev. 6,2). Preocupémonos cada uno de nosotros de poner nuestro cuidado principal en que no se apague jamás este fuego divino en el altar de nuestro corazón. 

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