sábado, 1 de agosto de 2020

Santo Tomás de Villanueva: Santidad en los Templos de Dios





COMENTARIO ACERCA DEL EVANGELIO 
DEL DOMINGO NOVENO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS
 
En aquel tiempo cuando Jesús estuvo cerca de Jerusalén, viendo la ciudad, lloró sobre ella, y dijo: “¡Ah si en este día conocieras también tú lo que sería para la paz! Pero ahora está escondido a tus ojos. Porque vendrán días sobré ti, y tus enemigos te circunvalarán con un vallado, y te cercarán en derredor y te estrecharán de todas partes; derribarán por tierra a ti, y a tus hijos dentro de ti, y no dejarán en ti piedra sobre piedra, porque no conociste el tiempo en que has sido visitada”. Entró en el Templo y se puso a echar a los vendedores, y les dijo: “Está escrito: «Mi casa será una casa de oración», y vosotros la habéis hecho una cueva de ladrones”. Y día tras día enseñaba en el Templo. Mas los sumos sacerdotes y los escribas andaban buscando perderle, y también los jefes del pueblo. 

Lucas XIX, 41-47
 


SANTO TOMÁS DE VILLANUEVA

Santidad de los templos de Dios 

En este sermón desenvuelve el Santo una serie de consideradones de clara raíz agustiniana (cf. DIVI THOME a VILLANOVA Opera omnia 1883] vol.3 dom. 9 post Pent.). 


A) Santidad de los templos materiales

Os extrañará, hermanos, ver que la Iglesia celebra la tiesta de los muros y piedras de un templo, pero debéis comprobar que antes que se celebrase la festividad de los santos. cuando aún no se honraba ni a Moisés, ni a David, ni a Abrahán, se festejaba ya durante catorce días la consagración del templo de Salomón. Sin embargo; qué confusión causa ver cómo tratamos nuestros templos! Sobre todo si lo comparamos con el respeto que le tuvieron David, Elías, Samuel, etc. Los sacerdotes entraban descalzos y una semana al año, viviendo austerisimamente durante ella. En los nuestros, mientras se ofrece el sacrificio que amedrenta a los espíritus angélicos, ¡cómo alborotan los niños, qué ruidos de pasos y conversaciones!. La gente ríe y hasta trafica en medio de los cánticos sagrados; ningún orden, ninguna piedad, ninguna reverencia ni respeto para la majestad divina. Todo es desorden, confusión y menosprecio. Y no digo nada de la suciedad de los templos y altares, de la negligencia para con los lienzos y ornamentos sagrados. Pensad, hermanos míos, cuál será la fe y piedad de un sacerdote que coloca sobre paños tan manchados el cuerpo tan puro y sagrado de Cristo, nacido de una virgen, encerrado en un sepulcro nuevo, envuelto en un sudario sin mancha. ¿Y es un sacerdote cristiano? ¿Cree en el misterio que ejerce? Pues, si cree, es imperdonable su negligencia. Bien seguro que su conciencia no está en mejor estado ni más limpia que esos paños. Bien seguro que su pecho debe de ser una sentina asquerosa, en la cual no teme depositar el cuerpo sagrado del Señor».


B) El templo de nuestra alma
 
Sin embargo, y siguiendo a San Bernardo (cf. Serm. 1.° en la dedicación de una iglesia), la consideración del templo material nos debe llevar a la del templo de nuestra alma, porque todo lo que pasa en éstos, en donde nos congregamos, pasa también en nuestro edificio espiritual, porque el templo de Dios es santo, y ese templo sois vosotros (1 Cor. 3,17). «Cuando Salomón levantó su templo, alzaba su vista hacia arriba y decía: Los cielos y los cielos de los cielos no son capaces de contenerte, cuánto menos esta casa que yo he edificado (3 Reg. 8,27). Pero, en cambio, un alma santa es más digna, más ilustre, más inmensa que el cielo todo, porque el mundo entero no es suficiente para llenarla, puesto que está hecha a imagen de Dios y sólo Dios puede descansar en ella, como dijo un alma santa: El que me creó descansa en mi tabernáculo (Eccli. 24,12, Vulgata). Las almas son. pues, el templo más sagrado de Dios, y por eso dice el Apóstol: ¿No sabéis que sois templos de Dios y que el Espíritu de Dios habla en vosotros? (1 Cor. 3,16). Y si no le creéis a él, creed al menos a aquel otro que dijo: Si alguno me ama..., vendremos a él y en él haremos poasada (Io. 14, 23); y en otro lugar: Yo habitaré y andaré en medio de ellos (2 Cor. 6,16), 


!Oh inmensidad del alma donde se pasea Dios! «Siempre que sintáis en vuestro interior los movimientos de un buen deseo o santos afectos, el aguijón del arrepentimiento o el fervor de la devoción, conoced los pasos de Dios dentro de vosotros, el caminar del Espíritu Santo, que se pasea por su templo». ¡Oh Señor, que encuentras en el cielo espíritus tan brillantes y templos tan magníficos como los ángeles, y, sin embargo, no te desdeñas en entrar en la abyecta mo-rada de mi alma! ¿Qué es el hombre para que en tanto le tengas? (lob 7,17). ¿Por qué colocas tu corazón tan cerca del suyo?


C) Dios, único habitante digno de este templo

«Pero hablaré todavía de otro prodigio mayor, como es el que nuestra alma no pueda ser templo sino de Dios. San Bernardo (cf. Serm. 51 sobre el Cantar de los Cantares) dice: «Sabed que no hay ningún espíritu creado que pueda unirse al nuestro, de forma que se extienda por él para hacerle partícipe de su ser y tornarnos mejores o más sabios Ningún ángel ni espíritu puede expansionarse de esa forma en mi alma, ni yo puedo contener a ninguno de ellos...» Esta prerrogativa le está reservada al Espíritu supremo, a aquel que no hay casa que pueda contenerle. Sólo Dios puede habitar en mi alma; mi alma no es templo más que de Dios. No es templo de ángeles, ni de arcángeles, ni de ningún espíritu; Dios es el único que baja a ella, Dios es el único que se le apega y une, de forma que realiza con toda verdad aquellas palabras: El que se allega al Señor, se hace un espíritu con El (1 Cor. 6,17). El ángel es enviado por el Todopoderoso para que inspire al hombre, pero se limita a mantenerse alrededor de los que temen a Dios. Inspira desde fuera; Dios es el único que nos inspira desde el mismo fondo de nuestro corazón. Lo comprenderéis mediante un ejemplo que tomaré del cuerpo humano. El cuerpo es la morada del alma, como el alma lo es de Dios. El ángel puede estar al lado del cuerpo, pero no unirse a él; puede incluso penetrar el cuerpo, pero no informarle, no unírsele, como el alma se une al cuerpo donde vive, dándoles a sus miembros vida, sentidos, fuerza. energía y belleza, hasta formar con él un solo sujeto y una sola persona. De esta misma forma se une Dios con el alma a la que viene a habitar, de modo que, aunque no llegue a ser su forma, sin embargo, la vivifica y obra en ella intima y actos vitales, y por medio de su presencia íntima y unión vivificante le da vida, sentir, movimiento, fuerza, belleza y vigor. El ángel puede estar presente a nuestra  alma, pero no puede unirse a ella. Por consiguiente, hermanos lo que el alma le da al cuerpo, Dios se lo da al alma, pero con mayor perfección: y así, en cierta manera, podemos llamar a Dios el alma de nuestra vida». 


D) «Cuidad de vuestra alma»


No permitáis. pues. que haya en ella nada que avergüence o deshonre. ¿No sabéis que sois templos de Dios...? Si alguno profana el templo de Dios, Dios le destruirá (1 Cor. 3.16).

Abominable sacrilegio, diríamos, si viésemos a alguno convirtiendo un templo en pesebre. Horrorosa impudencia la de colocar en él los ídolos de Baco, etc. Y tú, pecador, colocas en el templo de Dios a los demonios más impuros. ¿Qué concierto entre el templo de Dios y los ídolos? Pues vosotros sois templo de Dios vivo (2 Cor. 6,16). ¡Qué impiedad expulsar al Espíritu Santo de su templo y profanar su santuario con deseos y placeres inmundos! Oíd a San Pablo: Si el que menosprecia la ley de Moisés, sin misericordia es condenado, ¿de cuánto mayor castigo pensáis que será digno el que pisotee al Hijo de Dios y repute por inmunda la sangre de se testamento, en la cual fué él santificado, e insultare al Espíritu de la gracia? (Hebr. 10,29). 

Grande es el ultraje que se hace a Dios, pero no es menor el daño que sufre el pecador, cuya casa quedará desierta como viña abandonada, como choza saqueada (Is. 1,8).
 

E) El alma sacerdotal

Oídme, sí, cristianos; oídme, discípulos de Jesucristo; oídme, sobre todo, vosotros, los que por un voto especial o por vuestra profesión os habéis entregado y consagrado al Señor. Cuanto más santo y sagrado es el templo, más grave y horrendo es el sacrilegio que se comete. A vosotros es a quienes se dirige especialmente el profeta cuando dice: Sed vosotros santos, porque yo, vuestro Señor, lo soy (Lev. 19, 25). Como si dijera: Dios es santo; sea, pues, también santo su templo, sea santo vuestro corazón, sea santo vuestro cuerpo, sea santa vuestra lengua, sea santa vuestra vida, sea santa vuestra conversación, que todo en vosotros sea Santo. Que ya no haya un pensamiento de envidia, un pensamiento y deseo de este siglo, ni una palabra liviana, movimiento culpable, ni una mirada impura, ni un acto desordenado; en suma, ni una mancha en el que está consagrado a Dios, porque, como decía San Bernardo al papa Eugenio (cf. Libro de la consideración. 1.2 c.13), entre los seglares las bromas no son más que bromas; pero en los labios de un sacerdote son blasfemias. Los pecados de los seculares, comparados con los nuestros, no son, por así decirlo, más que veniales. ¿Es acaso de extrañar que el hijo del mundo, embarazado por las preocupaciones del siglo y los negocios de la vida, se aparte de los preceptos divinos, cuando nosotros, que nos ocupamos sólo de Dios, que vivimos en medio de la casa santa, que rodeamos sus altares, que estamos consagrados y dedicados a El, qué pasamos nuestros días en el templo de Dios como en un paraíso, caemos tan frecuentemente? Cuando pecamos, cometemos un sacrilegio grande contra Dios; he ahí por qué lloraba un profeta y decía: ¿No han cometido en mi casa mil iniquidades aquellos a quienes yo amaba? (Ier. 10,15). Si mi enemigo me hubiera maldecido...» 

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