“Cuando Yo sea elevado (en la cruz) todo lo atraeré a Mí mismo”, había dicho Jesús. Y, precisamente, por haberse humillado Cristo haciéndose obediente hasta la muerte de cruz, fue después ensalzado y se le dio un nombre sobre todo nombre. Debemos gloriarnos en la Cruz de Jesús, porque ella es nuestra vida y nuestra salvación y ella nos protege contra las embestidas y celadas del enemigo.
Dice la leyenda del Breviario que, hacia fines del reinado de Focas, Cosrroes, rey de los Persas, se apoderó de Jerusalén, y, después de matar en ella muchos miles de cristianos, se llevó a Persia la Cruz del Señor, que Elena había depositado en el Monte Calvario.
Heraclio, sucesor de Focas, ayunó y oró mucho, implorando el favor y auxilio de lo alto con el cual pudo derrotar a Cosrroes, obligándole a restituir la cruz del Señor. Así fue recobrada esta preciosa reliquia, catorce años después de haber venido a poder de los Persas.
Al volver a Jerusalén, Heraclio puso la Cruz sobre sus hombros y la subió con gran pompa al cerro a donde el Salvador mismo la subiera. A esta ascensión acompañó un estupendo milagro. Iba Heraclio cargado de oro y pedrería, cuando al pronto sintió que una oculta fuerza le detenía junto a la puerta por la cual se sale al camino del Calvario, y cuanto el rey más se empeñaba en andar, tanto mayor era la fuerza que se lo estorbaba.
Todos, ante el inaudito caso, quedaron atónitos; hasta que Zacarías, obispo de Jerusalén, dijo al monarca: “Mira, emperador, que con esos arreos de triunfo no imitas bastante la pobreza de Jesucristo y la humildad con que Él llevó su Cruz”. Entonces Heraclio, despojándose de sus ricos vestidos, se descalzó, y poniéndose un manto, echóse la Cruz en hombros y pudo seguir andando hasta llegar a la cima del Calvario y dejar el santo Madero en el lugar mismo de donde los Persas lo habían tomado.
Unámonos en espíritu a los fieles que en la iglesia de la Santa Cruz de Roma veneran hoy las reliquias del sagrado Madero que en ella se expone; para que, habiendo ido aquí en la tierra a adorarlo en esta solemnidad en que nos alegramos de su Exaltación, lleguemos también a posesionarnos en la eternidad de la salvación y de la gloria que Él nos granjeó.
María, llena de fortaleza y de dolor, estaba el pie de la cruz en que ve clavado a su Hijo Divino. Ningún mortal podrá comprender nunca la intensidad del dolor de la más buena de las madres al ver, con tanta ingratitud e injusticia, ultrajar, atormentar y ajusticiar al más santo y amable de los hijos. La piedad del pueblo cristiano ha querido recordar y meditar las acerbísimas penas y los principales dolores de la Santísima Virgen Maria, que como espadas se clavaron en su dulce corazón, desde que la profecía del anciano Simeón le anuncio su martirio incruento. Digamos con la liturgia: “¡Oh Madre, fuente de amor! Hazme sentir tu dolor, para que llore contigo; y que por mi Cristo amado, mi corazón abrazado más viva en el que conmigo”.
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