EN cada página del Evangelio podemos encontrar un insondable abismo de amor de Dios hacia nosotros. Esta regla no excluye el domingo de hoy. Pero ¿no anuncia Nuestro Señor que vendrán los falsos doctores, sembradores de iniquidad? Es verdad que después que Nuestro Señor anuncia la venida de estos lobos disfrazados con piel de oveja, Él nos da la regla para discernir y reconocer a estos falsos maestros, pero ¿no hubiera sido mejor que Dios directamente impidiese la operación de estos empleados de Satanás? ¿Por qué permitir esto? Precisamente Dios permite todo esto porque nos ama.
Fijémonos que en la Misa de hoy mientras el Santo Evangelio nos anuncia el flagelo de los falsos doctores el Introito dice: Todas las gentes batid palmas: vitoread al Señor con voces de júbilo. Y el Gradual: Acercaos a Él y resplandeceréis, y vuestros rostros no se ruborizarán. Desde luego estos pasajes nos hacen pensar en gozo y alegría, ¿cómo compaginarlos pues con el anuncio de un castigo?
He aquí el gran problema del dolor. Todo premio supone un esfuerzo, todo éxito supone trabajo, toda culpa supone una reparación. Cuando los fariseos quisieron apedrear a aquella adultera Nuestro Señor se interpuso e impetró que el que no tuviera pecado arrojase la primera piedra.
Uno por uno fueron retirándose, porque todos tenían pecado. ¿Quién no tiene que purificarse de sus pecados, faltas e imperfecciones?
Dios, en su amor infinito, prefiere que nos purifiquemos en esta vida, porque mientras nos purificamos granjeamos méritos para el cielo. Quien en el purgatorio se purifica, queda puro, pero sufre sin merecer. Quien se purifica en la tierra sufre mereciendo. Y con todo hay almas que se atreven a reclamar de los dolores que Dios permite para que saquemos mayores bienes… y bienes eternos.
Hoy día la plaga de los falsos doctores ha llegado a su colmo ya que tenemos asentada la Abominación de la Desolación en el lugar Santo. Pero Dios no solo es justo, sino que es la Justicia misma, y Sus misterios son insondables. Lo que debemos hacer es responder a este colmo de dolor con un colmo de amor, fe y esperanza; lo que sólo alcanzaremos por el intermedio de la Bienaventurada Virgen María Madre de Dios.
2 de Agosto, Santo Alfonso María de Ligorio, Obispo, Confesor y Doctor.
El ilustre Obispo y doctor de la Iglesia San Alfonso María de Ligorio nació en el año 1696, en Nápoles, de familia patricia y de virtudes cristianas. Presentando un día su madre al jesuita misionero San Francisco de Jerónimo, para que le diese su bendición, dijo el santo con espíritu profético: “Este niño llegará a una edad muy avanzada: no morirá antes de los noventa años; será obispo y obrará cosas grandes y utilísimas a la Iglesia de Dios.” Y así fue. De talento nada común, aprendió las lenguas clásicas y modernas, las ciencias exactas, ciencias naturales, retórica, historia y geografía. Estudió arquitectura, música y pintura, y por fin se dio a la abogacía, doctorándose en derecho civil y derecho canónico antes de los 18 años, después de estudiar el bosque enmarañado de las leyes napolitanas, derecho romano, derecho canónico, derecho feudal, constituciones normandas, capitulares angevinas, pragmáticas aragonesas, decretos de los virreyes españoles, usos, gracias y privilegios particulares. De natural elocuencia y muy prudente, pronto se hizo de numerosa y selecta clientela, dando un mentís con su conducta al refrán que corría por entonces y que decía: Advocatus non es latro, res miranda populo, o sea: abogado y no ladrón, cosa digna de admiración. Unos diez años ejerció la abogacía con gran éxito, hasta que en 1723, con ocasión de un famoso pleito, decidió dejar su carrera y seguir el sacerdocio. Se despidió del foro, colgó su espada en el altar de Nuestra Señora de la Merced y se entregó al servicio de Jesucristo. Un fuego sagrado le consumía; el hombre del foro se convirtió en el hombre de la cátedra y el confesionario. Pronto, con diez compañeros, fundó la congregación de los misioneros del Santísimo Redentor, a la que comunicó su celo y su espíritu. Contra el torrente de impiedad opone sus escritos llenos de doctrina y santa unción, siendo el primero Las Glorias de María, en honor y defensa de la Virgen. Su más encarnizada lucha será contra el espíritu de los jansenistas, la que le movió a escribir su famosa Teología Moral, que le merecerá figurar entre los príncipes de los moralistas. Así, hasta los 91 años, se fue consumiendo su vida. Caballero de Cristo, había predicado elocuentemente y escrito prodigiosa y abundantemente. Su Santidad Pio XII le nombró celestial patrono de los moralistas y confesores.
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