domingo, 24 de diciembre de 2023

Dom Gueranger: El Santo Día de Navidad

  





EL SANTO DÍA DE NAVIDAD

Año Litúrgico – Dom Prospero Gueranger


FIN DE LA VIGILIA

El día feliz de la Vigilia de Navidad toca a su fin. La Iglesia ha clausurado ya los Oficios divinos propios del Adviento con la celebración del gran Sacrificio. Con maternal clemencia ha permitido a sus hijos quebrantar desde medio día el ayuno preparativo; los fieles se han sentado a la frugal mesa con una alegría espiritual que los hace sentir de antemano la que invadirá sus corazones en la noche que les va a traer al divino Emmanuel.

Mas, una fiesta tan solemne como la de mañana debe comenzar desde el día anterior, como acostumbra hacerlo la Iglesia en sus festividades. Dentro de unos momentos va a llamar la Iglesia a los cristianos al templo para el Oficio de las Primeras Vísperas, en el que se ofrece a Dios el incienso de la tarde. El esplendor de las ceremonias y la magnificencia de los cantos van a preparar a las almas para las emociones de amor y gratitud que las dispondrán a recibir las gracias en el momento supremo.

En espera de la llamada que nos ha de invitar a la casa de Dios, aprovechemos los instantes que nos quedan para ahondar en el misterio de tan gran día y, en los sentimientos que embargan a la Santa Iglesia en esta fiesta, y en las tradiciones católicas que tanto ayudaron a que la celebraran dignamente nuestros antepasados.

SERMÓN DE SAN GREGORIO NACIANCENO

Primeramente, escuchemos la voz de los santos Padres que resuena con un énfasis y una elocuencia capaces de despertar a toda alma que no esté muerta. He aquí en primer lugar a San Gregorio el Teólogo, Obispo de Nacianzo, en su discurso treinta y ocho dedicado a la Teofanla o Nacimiento del Salvador: ¿quién será capaz de permanecer frío oyendo sus palabras?

"Cristo nace; ensalzadle. Cristo baja del cielo; salidle al encuentro. Cristo está ya en la tierra; oh hombres, elevaos. Cante al Señor toda la tierra y para decirlo todo en una sola palabra: Alégrense los cielos y salte de gozo la tierra por causa de Aquel que es al mismo tiempo del cielo y de la tierra. Cristo se viste con nuestra carne, estremeced de temor y alegría: de temor por razón de vuestros pecados, de alegría por la esperanza. Cristo nace de una Virgen; mujeres, honrad la virginidad para que lleguéis a ser Madres de Cristo.

¿Quién no adorará al que existió eternamente? ¿quién no alabará y ensalzará al que acaba de nacer? He aquí que se deshacen las tinieblas; es creada la luz; Egipto permanece en las sombras, e Israel es alumbrado por la columna luminosa. El pueblo que estaba sentado en las tinieblas de la ignorancia ve el resplandor de una profunda ciencia. Ha terminado lo antiguo; todo es ya nuevo. Le letra huye, triunfa el espíritu; las sombras han pasado; la verdad ha hecho su aparición. La naturaleza ve sus leyes violadas; ha llegado el momento de poblar el mundo celestial: Cristo manda; guardémonos de oponer resistencia.

Aplaudid, naciones todas: porque un Niño nos ha sido dado, un Hijo nos ha nacido. La señal de su principado está sobre sus espaldas: porque la cruz ha de ser el instrumento de su exaltación; su nombre es Ángel del gran consejo, es decir, del consejo paterno.

Ya puede San Juan exclamar: ¡Preparad el camino del Señor! En cuanto a mí, quiero publicar la magnificencia de tan gran día: El incorpóreo se encarna; el Verbo toma carne; el Invisible se deja ver de nuestros ojos, el Impalpable se deja tocar: el que no conoce el tiempo, toma principio en él; el Hijo de Dios se hace hijo del hombre. Jesucristo fué ayer; es hoy, y será siempre. Escandalícese el Judío; mófese el Griego, muévase la lengua del hereje su boca impura. También, ellos creerán por fin en el Hijo de Dios, cuando le vean subir al cielo; y, si aún entonces se niegan hacerlo, creerán cuando baje del cielo para juzgarlos en su tribunal justiciero".

SERMÓN DE SAN BERNARDO

Oigamos ahora, en la Iglesia latina, al piadoso San Bernardo, que, en el Sermón VI de la Vigilia de Navidad derrama una dulce alegría en sus melodiosas palabras.

"Acabamos de oír una noticia llena de gracia y a propósito para ser recibida con transportes de alegría: Jesucristo, Hijo de Dios, nace en Belén de Judea. Mi alma se ha derretido al oír esta frase; mi espíritu se agita dentro de mí, obligándome a comunicaros esta felicidad. Jesús quiere decir Salvador: ¿Hay algo más necesario que un Salvador para los que estaban perdidos, más deseable para los desgraciados, más conveniente para los que carecían de esperanza? ¿Dónde estaba la salvación, dónde ni siquiera la esperanza de salvación por ligera que fuese, bajo esa ley de pecado, en ese cuerpo de muerte, en medio de esa maldad, en esa mansión de llanto, si la salvación no hubiese nacido de repente y contra toda esperanza? ¡Oh hombre, deseas ciertamente la salud; pero conociendo tu debilidad y tu flaqueza, temes la dureza del tratamiento! No temas: Cristo es dulce y suave; inmensa su misericordia; por ser Cristo, ha recibido la unción para derramarla sobre tus heridas. Mas, al decirte que es dulce, no vayas a creer que carece de poder; porque se añade que es Hijo de Dios. Saltemos, pues, de gozo repasando dentro de nosotros mismos y pronunciando esa dulce frase, esa suave palabra: ¡Jesucristo, Hijo de Dios, nace en Belén de Judea!"

SERMÓN DE SAN EFRÉN

Es, pues, un gran día el del Nacimiento del Salvador: día esperado por el género humano durante miles de años; esperado por la Iglesia en esas cuatro semanas de Adviento, de tan grato recuerdo; esperado por la naturaleza entera, que, a su llegada, vuelve a ver todos los años el triunfo del sol material sobre las tinieblas siempre crecientes. El gran Doctor de la Iglesia Siria, San Efrén, celebra con entusiasmo el encanto y la fecundidad de este misterioso día; tomemos sólo una muestra de esa divina poesía y digamos con él:

"Dignáos, Señor, permitirnos celebrar hoy el día propio de tu natalicio, que la fiesta de hoy nos trae a la memoria. Este día es semejante a Ti; es amigo de los hombres. Vuelve anualmente a través de los siglos; envejece con los viejos y se rejuvenece con el niño que acaba de nacer. Todos los años nos visita y pasa, para volver con nuevos atractivos. Sabe que la naturaleza humana no podría prescindir de él; lo mismo que Tú, trata de ayudar a nuestra raza en peligro. Todo el mundo, Señor, ansia el día de tu nacimiento; este feliz día lleva en sí todos los siglos venideros; es uno y se multiplica. Sea, pues, semejante a Ti también este año, y tráiganos la paz entre el cielo y la tierra. Si todos los días son testigos de tu magnanimidad, ¿cuánto más deberá serlo éste?

Los demás días del año toman de él su belleza. y las fiestas que van a seguir le deben la dignidad y el esplendor con que brillan. El día de tu nacimiento es un tesoro, Señor, un tesoro destinado a pagar la deuda común. Bendito sea el día que nos ha hecho ver el sol a los que andábamos errantes en la noche oscura; que nos ha traído la mies divina con la que nadaremos en la abundancia; que nos ha dado la rama de la viña, abundante en el líquido de salvación que nos comunicará a su debido tiempo. En medio del invierno que priva a los árboles de sus frutos, la viña se ha revestido de una exuberante vegetación; en la estación del hielo, el tallo ha brotado de la raíz de Jesé. En diciembre, en este mes que guarda todavía en sus entrañas la semilla que se le confió, es cuando la espiga de nuestra salvación se yergue del seno de la Virgen, a donde había bajado en los días de la primavera, cuando los corderuelos triscan por las praderas."

No es, pues, de extrañar que este día haya sido privilegiado en la economía del tiempo, y hasta vemos con satisfacción que las mismas naciones paganas presienten en sus calendarios la gloria que le estaba reservada en el curso de los siglos. Hemos visto también que no fueron los Gentiles los únicos en prever misteriosamente las relaciones del divino Sol de justicia con el astro caduco que ilumina y da calor al mundo; los santos Doctores y la Liturgia entera hablan continuamente de esta inefable armonía.

BAUTISMO DE CLODOVEO

Con el fin de grabar más hondamente la importancia de tan sagrado día en la memoria de los pueblos cristianos de Europa, pueblos de elección en los designios misericordiosos de Dios, el soberano Señor de los acontecimientos quiso que el reino de los Francos naciera el día de Navidad (496), cuando en el Baptisterio de Reims, en medio de las pompas de esta solemnidad, Clodoveo, el fiero Sicambro, convertido en dulce cordero, fue sumergido por San Remigio en la fuente de salvación, de la que salió para fundar la primera monarquía católica entre las nuevas naciones, ese reino de Francia, el más bello, se ha dicho, después del cielo.

LA CONVERSIÓN DE INGLATERRA

Un siglo después (597) sucedía algo parecido al pueblo anglosajón. El Apóstol de la isla de los Bretones, el monje San Agustín, después de haber convertido a la religión verdadera al rey Etelredo, seguía conquistando almas. Dirigiéndose hacia York, predicaba la palabra de vida, y un pueblo entero se reunía pidiendo el Bautismo. Fué fijado el día de Navidad para la regeneración de los nuevos discípulos de Cristo; y el río que corre bajo las murallas de la ciudad fué elegido para servir de fuente bautismal a aquel ejército de catecúmenos. Diez mil hombres, sin contar mujeres y niños, bajan a las aguas cuya corriente debe llevarse la impureza de sus almas. La crudeza del tiempo no es capaz de detener a aquellos nuevos pero fervientes discípulos del Niño de Belén, los cuales desconocían hasta su nombre pocos días antes. Un ejército completo de neófitos sale radiante de alegría e inocencia del seno de las olas heladas, y el día de su Nacimiento cuenta Cristo una nación más bajo su imperio.

Mas no bastará esto todavía al Señor, empeñado en la tarea de honrar el día del Nacimiento de su Hijo.

LA CORONACIÓN DE CARLOMAGNO

Otro ilustre nacimiento debía aún embellecer este feliz aniversario. En Roma, en la Basílica de San Pedro, y en la fiesta de Navidad del año 800, nacía el Sacro Imperio Romano, al que estaba reservada la misión de propagar el reino de Cristo en las regiones bárbaras del Norte, y mantener la unidad europea, bajo la dirección del Romano Pontífice. San León III colocaba en este día la corona imperial sobre la cabeza de Carlomagno; y la tierra, admirada, volvía a contemplar a un César, un Augusto, no un César o un Augusto sucesor de los Césares y Augustos de la Roma pagana, sino investido de esos gloriosos títulos por el Vicario de Aquel que en las profecías se llama Rey de reyes y Señor de los señores.

LA GLORIA DEL DÍA DE NAVIDAD

De este modo ha querido Dios hacer brillar a los ojos de los hombres la gloria del real Niño que ha nacido hoy; así ha dispuesto de cuando en cuando, a través de los siglos, esos ilustres aniversarios de la Natividad que da gloria a Dios y paz a los hombres.

Los siglos venideros podrán decir cómo se reserva aún el Altísimo el derecho de glorificar en este día su nombre y el de su Emmanuel.

Entretanto, las naciones de Occidente, conocedoras de la dignidad de esta fiesta y considerándola con razón como el principio universal de todo, en la era de la renovación del mundo, contaron durante mucho tiempo sus años partiendo de Navidad, como se puede apreciar por los antiguos calendarios, por los Martirologios de Usuardo y de Adón y por un gran número de Bulas, de Cartas y Diplomas. En 1313 un concilio de Colonia nos muestra subsistente todavía en esa época esta costumbre. Varios pueblos de la Europa católica, han guardado hasta el día de hoy la costumbre de celebrar el nuevo año en la fiesta de Navidad. Se desea feliz Navidad como entre nosotros el día primero de enero feliz año nuevo. Se cambian cumplidos y regalos; se escribe a los amigos ausentes: ¡restos preciosos de las antiguas costumbres que tenían la fe como fundamento y muralla inexpugnable!

Es tal la alegría que a los ojos de la Santa Iglesia debe llenar a los fieles en la Natividad del Salvador, que, asociándose a ella misericordiosamente, dispensa el día de mañana el precepto de la abstinencia cuando Navidad cae en viernes o sábado. Esta dispensa se remonta al Papa Honorio III, que gobernaba en 1216; pero ya desde el siglo IX San Nicolás I, en su respuesta a consultas de los Búlgaros, había manifestado una condescendencia parecida, con objeto de animar la alegría de los fieles en la celebración no sólo de la fiesta de Navidad, sino también en las de San Esteban, de San Juan Evangelista, de la Epifanía, de la Asunción de Nuestra Señora, de San Juan Bautista y de San Pedro y San Pablo. Pero esta dispensa no fue universal y sólo se ha mantenido para la fiesta de Navidad, contribuyendo así a aumentar la alegría popular. La legislación civil de la Edad Medía, en su deseo de confirmar a su modo la importancia que daba a una fiesta tan querida de toda la cristiandad, concedía a los deudores la facultad de suspender el pago a los acreedores durante toda la semana de Navidad, que por esta razón era apellidada semana de remisión, lo mismo que las de Pascua y Pentecostés.

Pero dejemos un momento estos datos familiares que nos hemos complacido en reunir a propósito de la gloriosa festividad que conmueve tan dulcemente nuestros corazones; es hora de que acudamos a la casa de Dios, a donde nos llama el Oficio solemne de las Primeras Vísperas. Por el camino, vayamos pensando en Belén, a donde han llegado ya José y María. El sol material camina rápidamente al ocaso; y el divino Sol de justicia permanece todavía oculto por algunos momentos bajo la nube, en el seno de la más pura de las vírgenes. Se acerca la noche; José y María recorren las calles de la ciudad de David, buscando un asilo para albergarse. Atención, pues, corazones fieles, ¡uníos a los dos incomparables peregrinos! Ha llegado la hora de que salga de toda lengua humana un canto de gloria y agradecimiento. Para expresarnos, aceptemos con diligencia la voz de la Santa Iglesia, que estará a la altura de tan noble tarea.

ANTES DE LOS OFICIOS NOCTURNOS

MAITINES

Deben saber los fieles que, en los primeros siglos de la Iglesia, no se celebraba nunca una fiesta solemne sin hacer su preparación por medio de una Vigilia, en la que el pueblo cristiano, renunciando al sueño, llenaba la Iglesia y seguía fervorosamente la salmodia y las lecturas; este conjunto constituía lo que hoy llamamos Oficio de Maitines. Se dividía la noche en tres partes, conocidas con el nombre de Nocturnos; al apuntar el alba comenzaban otros cánticos más solemnes que formaban el Oficio de, las alabanzas, que de ahí ha quedado con el nombre de Laudes. Este Oficio divino, que ocupaba gran parte de la noche, se celebra aún diariamente aunque a horas menos penosas, en los Capítulos y Monasterios, y es recitado en privado por todos los clérigos obligados al rezo, del que forma la parte más notable. Con la pérdida de las prácticas litúrgicas desapareció también la costumbre de que los fieles tomasen parte en la celebración de los Maitines; y, en la mayoría de las iglesias parroquiales y aun de las catedrales de Francia, se terminó por no cantarlos más que cuatro veces al año: a saber, los tres últimos días de la Semana Santa, siendo todavía hoy anticipados a la tarde anterior, con el nombre de Tinieblas; y finalmente el día de Navidad, que se celebran a la misma hora, poco más o menos que antiguamente.

El Oficio de la noche de Navidad fué siempre objeto de una especial devoción y solemnidad entre todos los del año: primero por razón de ser la hora en que la Santísima Virgen dió a luz al Salvador, y por eso debemos esperarla en oración y ardientes deseos; además, porque esta noche la Iglesia no se contenta con celebrar el Oficio de Maitines de un modo ordinario, sino que, por excepción única y para mejor honrar el divino Nacimiento, añade la ofrenda del santo Sacrificio de la Misa, precisamente a media noche, que es cuando María dió su augusto fruto a la tierra. De ahí que en muchos lugares, sobre todo en las Galias, según testimonio de San Cesáreo de Arlés, los fieles pasaban toda la noche en la Iglesia.

En Roma, durante varios siglos, por lo menos del séptimo al undécimo, se decían dos Maitines en la noche de Navidad. Los primeros se cantaban en la Basílica de Santa María la Mayor; se comenzaban en cuanto se ponía el sol; no se decía Invitatorio en ellos, y a continuación de este primer Oficio nocturno el Papa celebraba a media noche la primera Misa de Navidad. Inmediatamente después, se trasladaba con el pueblo a la Iglesia de Santa Anastasia, donde celebraba la Misa de la Aurora. Luego, la piadosa comitiva se dirigía con el Pontífice, a la Basílica de San Pedro, donde comenzaban inmediatamente los segundos Maitines. Estos tenían su Invitatorio y eran seguidos de Laudes: terminados éstos y los Oficios siguientes a sus horas correspondientes, el Papa celebraba la tercera y última Misa a la hora de Tercia. Amalario y el antiguo liturgista del siglo XII que se ha dado a conocer con el nombre de Alcuino nos han transmitido estos detalles, que están de acuerdo con el texto de los antiguos Antifonarios de la Iglesia Romana publicados por el Beato José María Tomasí y por Gallicioli.

Eran tiempos de fe viva; para ellos las horas pasaban veloces en la casa de Dios, porque la oración servía de poderoso lazo de unión a los pueblos abrevados continuamente en los divinos misterios. Entonces se gustaba la oración de la Iglesia; las ceremonias de la Liturgia, que son su necesario complemento, no eran como hoy un espectáculo mudo, o a lo más impregnado de una vaga poesía; las masas sentían y creían lo mismo que los individuos. ¿Quién nos devolverá esta comprensión de lo sobrenatural, sin la cual tantas personas de hoy día se jactan de ser cristianas y católicas?

LA NOCHE DE NAVIDAD

A pesar de todo, todavía no se ha extinguido gracias a Dios por completo entre nosotros esa fe práctica; esperemos que volverá aún algún día a revivir con su antigua vida. ¡Cuántas veces nos hemos complacido en buscar y observar sus huellas en el seno de esas familias patriarcales, numerosas todavía en nuestras pequeñas ciudades y aldeas! Allí fue donde vimos, y ningún recuerdo de infancia nos es tan grato, a toda una familia, que, después de la frugal colación de la noche, se reunía en torno a un gran hogar, en espera de que sonara la señal para acudir a la Misa de la media noche.

Allí estaban preparados de antemano los platos que habían de ser servidos a la vuelta, apetitosos, sin ser rebuscados y que habían también de contribuir a la alegría de tan santa noche: en medio del hogar ardía un grueso tronco, llamado "leño de Navidad", que calentaba toda la sala. Había de consumirse lentamente durante los Oficios para que a su vuelta encontraran un reconfortante brasero los miembros de los ancianos y de los niños ateridos por el frío.

Allí se hablaba animadamente del misterio de la solemne noche; se compadecía a María y a su dulce Hijo expuesto a los rigores del invierno en un establo abandonado; luego se entonaban algunos de aquellos villancicos que habían servido para entretenerlos durante las largas vigilias del Adviento.

Las voces y los corazones estaban de acuerdo al ejecutar aquellas populares melodías compuestas en días mejores. Aquellos ingenuos cantos referían la visita del Ángel Gabriel a María y el anuncio de la maternidad divina hecho a la digna doncella; la pena de María y de José al recorrer las calles de Belén en busca de un albergue en las posadas de aquella ingrata ciudad; el milagroso alumbramiento de la Reina del cielo; los encantos del Recién Nacido en su humilde cuna; la llegada de los pastores con sus rústicos regalos, su música un tanto ruda y la sencilla fe de sus corazones.

Animábanse pasando de un villancico a otro; olvidaban sus preocupaciones; consolaban sus penas y ensanchábanse el alma; mas de pronto la voz de las campanas, que resonaban en la noche, terminaban con tan ruidosos como amables conciertos. Comenzaban a salir hacia la Iglesia; ¡qué felices entonces los niños a quienes su edad permitía ya asociarse por vez primera a las alegrías inefables de esta solemne noche; tan santas y fuertes impresiones debían quedar grabadas en su alma durante el resto de su vida!

Pero ¿a dónde nos llevan estos encantadores recuerdos? Con objeto de ocupar útilmente los últimos momentos que preceden a la entrada en la Iglesia, quisiéramos sugerir a nuestros lectores algunas consideraciones que les unan al espíritu de la Iglesia, fijando su corazón y su fantasía sobre objetos reales y consagrados por los misterios que se celebran en esta augusta noche.

LA GRUTA DE BELÉN

Así pues, en esta hora nuestro pensamiento debiera volar con preferencia hacia tres lugares que existen en el mundo. El primero es Belén, y en Belén, la gruta del Nacimiento quien nos reclama. Acerquémonos con santo respeto y contemplemos el humilde asilo que el Hijo del Eterno bajado del cielo ha escogido para su primera morada. Este establo, cavado en la roca, se halla situado fuera de la ciudad; tiene unos cuarenta pies de largo por doce de ancho. El asno y el buey anunciados por el Profeta están junto a la cueva, testigos mudos del divino misterio que el hombre se ha negado a recibir en su casa.

José y María se encuentran también en el humilde retiro; los rodea el silencio de la noche; mas su corazón se dilata en alabanzas y adoraciones dirigidas al Dios que se digna satisfacer de manera tan perfecta por el orgullo humano. La purísima María prepara los pañales que han de envolver los miembros del celeste Infante, y espera con inefable paciencia el momento en que sus ojos verán por fin el fruto bendito de sus castas entrañas, y podrá cubrirle con sus besos y caricias y amamantarle con su leche virginal.

Mas, antes de salir del seno materno y de hacer su entrada visible en este mundo pecador, el divino Salvador se inclina ante su Padre celestial y, conforme a la revelación del Salmista explicada por el gran Apóstol San Pablo en la Epístola a los Hebreos, dice: ¡Oh Padre mío! ya estás harto de los groseros sacrificios de la Ley; esas vacías ofrendas no han aplacado tu justicia; pero me has dado un cuerpo; héme aquí pronto a sacrificarme; vengo a cumplir tu voluntad." (Herbr., X, 7.)

Todo esto ocurría, a estas horas, en el establo de Belén; los Ángeles del Señor estaban maravillados ante tan gran misericordia de un Dios para con sus rebeldes criaturas, contemplando al mismo tiempo con gran placer el gracioso semblante de la Virgen sin mancha, y esperando el momento en que la Rosa mística iba por fin a abrirse para derramar su divino perfume.

¡Feliz gruta de Belén, testigo de semejantes maravillas ! ¿Quién no dejará allí ahora su corazón? ¿Quién no la preferiría a los más suntuosos palacios de los reyes? Ya, desde los primeros días del cristianismo, la piedad de los fieles la rodeó de la más tierna devoción, hasta que la gran Santa Elena, elegida por Dios para reconocer y honrar en la tierra las huellas del Hombre-Dios, hizo construir en Belén la magnífica Basílica que debía guardar en su recinto el trofeo del amor de Dios hacia su criatura.

Transportémonos con el pensamiento a esta Iglesia que todavía subsiste; contemplemos allí, en medio de infieles y herejes, a los religiosos que sirven aquel santuario, y que se disponen a cantar en nuestra lengua latina los mismos cánticos que bien pronto vamos a oír nosotros. Son hijos de San Francisco, héroes de la pobreza, discípulos del Niño de Belén; precisamente por ser pequeños y débiles son los únicos que hoy día desde hace cinco siglos, sostienen las batallas del Señor en aquellos lugares de la Tierra Santa, que la espada de los Cruzados se cansó de defender. Esta noche oremos en unión con ellos; besemos con ellos la tierra en aquel lugar de la gruta, en que se lee con palabras de oro: Hic DE VIRGINE MARÍA IESUS CHRISTUS NATUS EST.

Pero en vano buscaríamos hoy en Belén la feliz cueva que acogió al divino Infante. Hace ya doce siglos que huyó de aquellas tierras maldecidas por Dios, viniendo a buscar refugio en el centro de la catolicidad en Roma, la Esposa favorecida por el Redentor.

LA BASÍLICA DEL PESEBRE

Roma es por tanto, el segundo lugar del mundo que debe visitar nuestro corazón en esta noche afortunada. Pero dentro de la ciudad santa, hay un santuario que en este momento reclama toda nuestra devoción y nuestro amor. Es la Basílica del Pesebre, la magnifica y radiante Iglesia de Santa María la Mayor. Reina de las numerosas Iglesias que la devoción de los romanos dedicó a la Madre de Dios, levanta su magnificencia sobre el Esquilino, resplandeciente de oro y mármol, pero afortunada sobre todo por poseer en su interior, junto con el retrato de la Virgen Madre atribuido a San Lucas, el humilde y glorioso Pesebre que los impenetrables designios del Señor hicieron que saliese de Belén para confiarlo a su guarda. Un pueblo innumerable se agolpa en la Basílica en espera del feliz instante en que el evocador monumento del amor y de las humillaciones de un Dios, aparezca llevado sobre los hombros de los ministros sagrados, como arca de la nueva alianza cuya ansiada visión tranquiliza al pecador y hace palpitar de emoción el corazón del justo. Quiso Dios que Roma, que debía ser la nueva Jerusalén, fuese también la nueva Belén, y que los hijos de su Iglesia hallasen en este centro inconmovible de su fe, el alimento abundante e inagotable de su amor.

NUESTRO CORAZÓN

Visitemos finalmente el tercer santuario donde se va a realizar esta noche el misterio del Nacimiento del Hijo divino de María. Este tercer templo está a nuestro lado; está dentro de nosotros: es nuestro propio corazón. Nuestro corazón es el Belén que Jesús quiere visitar, en el que desea nacer para morar allí y crecer hasta llegar al hombre perfecto, como dice el Apóstol (Ef., IV, 13). Si desciende hasta el establo de la ciudad de David, es sólo para poder llegar con mayor seguridad hasta nuestro corazón, al que amó con amor eterno hasta el extremo de descender del cielo para venir a habitar en él. El seno de María le llevó nueve meses; en nuestro corazón quiere vivir eternamente.

¡Oh corazón del Cristiano, Belén viviente, prepárate y alégrate!; por la confesión de tus pecados, por la contrición de tus faltas, por la penitencia de tus delitos estás ya dispuesto para esa alianza que el Niño Dios desea hacer contigo. Está ahora atento; vendrá en medio de la noche. Hállete preparado como halló el establo, el pesebre y los pañales. Tú no puedes ofrecerle las puras y maternales caricias de María, ni los cariñosos cuidados de José; preséntale las adoraciones y el amor sencillo de los pastores. Como la Belén de los actuales tiempos, tu vives en medio de los Infieles, de los que no conocen el divino misterio del amor; sean tus votos secretos y sinceros como los que esta noche subirán hacia el cielo desde el fondo de la gloriosa y santa gruta que reúne a los fieles en torno a los hijos de San Francisco. En el gozo de esta santa noche sé semejante a la radiante Basílica que guarda en Roma el tesoro del Santo Pesebre y el dulce retrato de la Virgen Madre. Sean tus afectos puros como el blanco mármol de sus columnas; tu caridad resplandeciente como el oro que brilla en sus artesonados; tus obras luminosas como los mil cirios que, en su feliz recinto, iluminan la noche con los esplendores del día. Finalmente, oh soldado de Cristo, piensa que es necesario luchar para merecer acercarse al divino Infante; luchar para conservar dentro de uno mismo su amorosa presencia; luchar para llegar a la feliz consumación que te hará una sola cosa con El, en la eternidad. Conserva, pues, con cariño estas impresiones, que te nutran, consuelen y santifiquen hasta que descienda a ti el Emmanuel. ¡Oh Belén viviente! repite sin cesar esa dulce frase de la Esposa: Ven, Señor Jesús, ven.


MISA DEL GALLO

Es hora ya de ofrecer el gran Sacrificio y de llamar al Emmanuel: sólo El puede pagar dignamente a su Padre la deuda de agradecimiento que el género humano le debe. En el altar, como en el pesebre, intercederá por nosotros; nos acercaremos a él con amor y se nos entregará.

Pero es tal la grandeza del Misterio de este día, que la Iglesia no se limita a ofrecer un solo Sacrificio. La llegada de tan precioso don por tanto tiempo aguardado merece el reconocimiento de homenajes extraordinarios. Dios Padre envía su Hijo a la tierra; es el Espíritu Santo quien obra este prodigio: es muy natural que la tierra dirija a la Trinidad augusta el homenaje de ese Sacrificio(6).

Además, el que nace hoy ¿no se ha manifestado en tres Nacimientos? Nace esta noche de la Virgen bendita; va a nacer, por su gracia, en el corazón de los pastores que son las primicias de toda la cristiandad; y nace eternamente en el seno del Padre, en los esplendores de los Santos: este triple nacimiento debe ser venerado con un triple homenaje.

La primera Misa celebra el Nacimiento según la carne. Los tres Nacimientos son otras tantas efusiones de la luz divina; ahora bien, ha llegado la hora en que el pueblo que caminaba en las tinieblas vió una gran luz y en que amaneció el día sobre los que moraban en la región de las sombras de la muerte. La noche es oscura fuera del santo templo donde nos hallamos: noche material por ausencia del sol; noche espiritual a causa de los pecados de los hombres que duermen en el olvido de Dios o vigilan para el crimen. En Belén, en torno al establo y en la ciudad, hay tinieblas; y los hombres que no han querido hacer sitio al divino Huésped descansan en una grosera paz; por eso no les despertará el concierto de los Ángeles.

Hacia la mitad de la noche la Virgen ha sentido llegar el momento supremo. Su corazón de madre se halla completamente inundado de maravillosas delicias y derretido en un éxtasis de amor. De pronto, saliendo con su omnipotencia del seno materno, como saldrá un día a través de la piedra del sepulcro, aparece el Hijo de Dios e Hijo de María tendido en el suelo, a la vista de su Madre, y dirigiendo sus brazos hacia ella. El rayo del sol no atraviesa con mayor rapidez el límpido cristal incapaz de detenerle. La Virgen Madre adora al Niño divino que la sonríe, y se atreve a estrecharle contra su corazón; le envuelve en los pañales que le ha preparado y le acuesta en el pesebre. El fiel José le adora con ella; los santos Ángeles, cumpliendo la profecía de David, rinden su más profundo homenaje a su Creador en el momento de su entrada en el mundo. Encima del establo está el cielo abierto y suben hacia el Padre de los siglos, los primeros votos del Dios recién-nacido; a los oídos del Dios ofendido comienzan a llegar ya sus primeros gritos y los dulces vagidos que preparan la salvación del mundo.

La belleza del Sacrificio atrae al mismo tiempo hacia el altar las miradas de los fieles. El coro entona el cántico de entrada, el Introito. Es el mismo Dios quien habla; habla a su Hijo al que hoy ha engendrado. En vano las naciones intentarán sacudir su yugo; este niño las sabrá sujetar y reinará sobre ellas, porque es el Hijo de Dios.


INTROITO

El Señor me dijo: Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy.


El canto del Kyrle eleison precede al Himno Angélico que se deja oír en seguida con estas sublimes palabras: Gloria in excelsis Deo, et in térra pax hominibus bonae voluntatis! Unamos nuestras voces y corazones a este sublime concierto de la milicia celestial. ¡Gloria a Dios, paz a los hombres! Son nuestros hermanos los Ángeles los que han entonado este cántico; allí junto al altar, como antaño junto al pesebre, están proclamando nuestra dicha. Allí adoran a la divina justicia que dejó sin redentor a sus hermanos caídos, y en cambio nos envía a nosotros a su propio Hijo. Glorifican la amorosa humillación de quien hizo al ángel y al hombre, y que ahora se inclina hacia el más débil. Ellos nos prestan sus celestes voces para dar gracias a quien por medio de un misterio tan dulce y poderoso nos llama a nosotros sus humildes criaturas humanas a llenar un día entre los coros angélicos las sillas que quedaron vacías por la calda de los espíritus rebeldes. ¡Ángeles y hombres, Iglesia del cielo e Iglesia de la tierra!, cantemos la gloria de Dios y la paz dada a los hombres; cuanto más se humilla el Hijo del Eterno para traernos tan grandes bienes, con tanto mayor fervor debemos entonar unánimemente:—Solus sanctus, solus Dominus, solus Altissimus, Iesu Christe! ¡Tú solo Santo, Tú sólo Señor, Tú sólo Altísimo, Jesucristo!

A continuación, la Colecta reúne los votos de los fieles:


OREMOS
¡Oh Dios! que hiciste brillar esta sacratísima noche con el resplandor de la verdadera luz: suplicámoste hagas que disfrutemos en el cielo, de los gozos de esta luz, cuyos misterios hemos conocido en la tierra. Por el que vive y reina contigo...


EPÍSTOLA

Lección de la Epístola del Apóstol San Pablo a Tito (II, 11-15.)

Carísimo: La gracia de Dios, nuestro Salvador, se ha aparecido a todos los hombres, para enseñarnos que, renunciando a la impiedad y a los deseos mundanos, debemos vivir sobria y justa y piadosamente en este siglo, aguardando la bienaventurada esperanza y el glorioso advenimiento del gran Dios y Salvador nuestro Jesucristo, el cual se dió a sí mismo por nosotros, para redimirnos de todo pecado y purificar para sí un pueblo grato, seguidor de las buenas obras. Predica y aconseja estas cosas en Nuestro Señor Jesucristo. Por fin ha aparecido, en su gracia y misericordia, ese Dios Salvador que era el único que podía librarnos de las obras de la muerte, devolviéndonos a la vida. En este mismo momento se muestra a todos los hombres en el angosto reducto de un pesebre, envuelto en los pañales de la infancia. Ahí tenéis la dicha de la visita de un Dios a la tierra, visita que tanto anhelábamos; purifiquemos nuestros corazones, hagámonos gratos a sus ojos: pues, aunque sea niño, es también Dios poderoso, como nos acaba de decir el Apóstol, el Señor cuyo nacimiento eterno es anterior al tiempo. Cantemos su gloria con los santos Ángeles y con la Iglesia.


GRADUAL
Contigo está el imperio desde el día de tu poder, entre los esplendores de los Santos; yo te engendré de mi seno antes de la aurora. — . Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi diestra, hasta que ponga a tus enemigos por escabel de tus pies.


ALELUYA
Aleluya, aleluya.— f . El Señor me dijo: Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy. Aleluya.


EVANGELIO

Continuación del Santo Evangelio según San Lucas (II, 1-14.)

En aquel tiempo salió un edicto de César Augusto ordenando que se inscribiera todo el orbe. Esta primera inscripción fué hecha siendo Cirino gobernador de Siria. Y fueron todos a inscribirse, cada cual en su ciudad. Y subió José de Galilea, de la ciudad de Nazaret, a Judea, a la ciudad de David, llamada Belén, porque era de la casa y familia de David, para inscribirse con María, su mujer, desposada con él, la cual estaba encinta. Y sucedió que, estando ellos allí, se cumplieron los días de dar a luz. Y parió a su Hijo primogénito, y le envolvió en pañales, y le acostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en la posada. Y había unos pastores en la misma tierra, que guardaban y velaban las vigilias de la noche sobre su ganado. Y he aquí que el Ángel del Señor vino a ellos y la claridad de Dios los cercó de resplandor, y tuvieron gran temor. Mas el Ángel les dijo: No temáis porque os voy a dar una gran noticia, que será de gran gozo para todo el pueblo: es que os ha nacido hoy, en la ciudad de David, el Salvador, que es el Cristo, el Señor. Y ésta será la señal para vosotros: hallaréis al Niño envuelto en pañales y echado en un pesebre. Y súbitamente apareció con el Ángel una gran multitud del ejército celeste, alabando a Dios y diciendo: Gloria a Dios en las alturas, y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad.

También nosotros, divino Niño, unimos nuestras voces a las de los Ángeles y cantamos: ¡Gloria a Dios, paz a los hombres! El inefable relato de tu nacimiento nos enternece los corazones y hace correr nuestras lágrimas. Te hemos acompañado en tu viaje de Nazaret a Belén, hemos seguido todos los pasos de María y de José a través de su largo camino; hemos velado durante esta santa noche en espera del feliz momento que te mostrará a nuestros ojos. Sé bendito, oh Jesús, por tanta misericordia; sé amado por tanto amor. Imposible apartar nuestras miradas de ese pesebre afortunado, que contiene nuestra salvación. Te reconocemos ahí tal como te han pintado a nuestras esperanzas los santos Profetas cuyos divinos vaticinios nos ha pasado la Iglesia esta noche ante la vista. Eres el Dios Grande, el Rey pacífico, el Esposo celestial de nuestras almas; eres nuestra Paz, nuestro Salvador, nuestro Pan de vida. ¿Qué te podemos ofrecer en este momento, si no es esa "buena voluntad que los Ángeles nos recomiendan? Créala en nosotros; cultívala para que lleguemos a ser hermanos tuyos por la gracia, como lo somos ya por la naturaleza humana. Pero aún haces más en este misterio ¡oh Verbo encarnado! En él nos haces, como dice el Apóstol, partícipes de la divina naturaleza, de esa naturaleza que en tu humillación no has perdido. En el orden de la creación nos colocaste debajo de los Ángeles; en tu encarnación nos has hecho herederos de Dios, y coherederos tuyos. ¡Ojalá nuestros pecados y flaquezas no nos hagan descender de estas alturas a las que hoy nos has elevado!

Después del Evangelio, la Iglesia canta en son de triunfo el Símbolo de la fe, en el que se nos detallan los misterios del Hombre Dios. A las palabras: Et incarnatus est de Spiritu Sancto ex Maria Virgine, ET HOMO FACTUS EST, adorad desde lo más profundo de vuestro corazón al Dios grande que ha tomado la forma de su criatura, y devolverle con vuestro humilde acatamiento, la gloria de que se ha despojado por vuestra causa. En las tres Misas de hoy, cuando el coro llega a esas palabras en el canto del Credo, se levanta el sacerdote de su silla y va a postrarse de rodillas al pie del altar. Uníos en ese momento con vuestras adoraciones a las de toda la Iglesia representada por el Sacerdote.

Durante la ofrenda del pan y del vino, la Iglesia celebra el gozo del cielo y de la tierra por la llegada del Señor. Unos momentos más, y en este altar donde todavía no hay más que pan y vino, tendremos el cuerpo y la sangre de nuestro Emmanuel.


OFERTORIO

Alégrense los cielos y salte de júbilo la tierra ante la faz del Señor: porque viene.


SECRETA
Suplicámoste, Señor, te sea grata la ofrenda de la fiesta de hoy: para que, con tu gracia, reproduzcamos en nosotros, mediante este santo comercio, la imagen de Aquel que unió contigo nuestra naturaleza. El cual vive y reina contigo.

A continuación el Prefacio reúne las acciones de gracias de todos los fieles, terminando por la aclamación general al Señor tres veces Santo. En el momento de la elevación de los sagrados Misterios, en medio de ese religioso silencio que acoge la venida del Verbo divino al altar, no veáis allí sino el pesebre del Niño que tiende sus brazos hacia su Padre y os ofrece sus caricias; a María que le adora con amor de madre, a José que derrama lágrimas de ternura, y a los santos Ángeles que no aciertan a salir de su asombro. Entregad al recién nacido vuestro corazón para que infunda en él todos estos sentimientos; pedidle que venga a vosotros y dadle un puesto de honor entre todos vuestros afectos.

Después de la Comunión, la Iglesia, que acaba de unirse al Niño Dios en la participación de sus Misterios, canta una vez más la gloria de la generación eterna del Verbo divino, que existe en el seno del Padre antes que toda criatura, y que esta noche se ha revelado al mundo antes de aparecer la estrella de la mañana.


COMUNIÓN

Entre los esplendores de los Santos, te engendré de mi seno antes de la aurora. 


Termina la Santa Iglesia las oraciones de este primer sacrificio, pidiendo la gracia de una unión indisoluble con el Salvador que se ha dignado aparecer en este día.


POSCOMUNIÓN
Suplicámoste Señor, Dios nuestro, hagas que, los que nos alegramos de celebrar frecuentemente el misterio de la Natividad de nuestro Señor Jesucristo, merezcamos alcanzar, con actos dignos, la compañía de Aquel que vive y reina contigo.


MISA DE LA AURORA

Terminado el Oficio de Laudes, concluyen los cantos de regocijo, por medio de los cuales la Iglesia da gracias al Padre de los siglos, por haber hecho nacer al Sol de justicia: es hora ya de celebrar el segundo Sacrificio, el Sacrificio de la aurora. En la primera Misa la Santa Iglesia ha honrado el nacimiento temporal del Verbo según la carne; ahora va a celebrar un segundo nacimiento del mismo Hijo de Dios, nacimiento de gracia y de misericordia, que se realiza en el corazón del fiel cristiano.

He aquí que en este mismo momento, unos pastores advertidos por los santos Ángeles llegan de prisa a Belén; se aglomeran en el establo, demasiado estrecho para su número. Dóciles al aviso del cielo, han venido a reconocer al Salvador que ha nacido para ellos, según se les ha dicho. Y lo hallan todo tal como los Ángeles se lo han anunciado. ¿Quién es capaz de describir la alegría de su corazón, la sencillez de su fe? No se maravillan de encontrar a Aquel cuyo nacimiento conmueve a los mismos Ángeles, envuelto en la capa de una pobreza semejante a la suya. Sus corazones lo han comprendido todo, y adoran y aman a aquel Niño. Son ya cristianos. La Iglesia cristiana comienza en ellos; sus humildes corazones aceptan el misterio de un Dios humillado. Herodes tratará de hacer perecer al Niño; la Sinagoga rugirá; sus doctores se levantarán contra Dios y contra su Cristo; condenarán a muerte al Libertador de Israel; pero la fe permanecerá firme e inquebrantable en el alma de los pastores, en espera de que los sabios y poderosos se humillen a su vez ante la cruz y el pesebre. ¿Qué ha ocurrido en el corazón de estos sencillos hombres? Cristo ha nacido en ellos y en adelante morará allí por la fe y el amor. Son nuestros padres en la Iglesia; a nosotros nos toca el hacernos semejantes a ellos. Llamemos, pues, también nosotros a Jesucristo a nuestras almas; hagámosle sitio y nada le obstruya la entrada de nuestros corazones. También a nosotros nos hablan los Ángeles, también nos comunican la buena nueva; el beneficio no debe limitarse solamente a las moradas de la campiña de Belén. Ahora bien, para honrar el misterio de la silenciosa venida del Salvador a las almas, el Sacerdote se dispone a subir ahora al altar y presentar por segunda vez el Cordero inmaculado a las miradas del Padre celestial que nos le envía.

Permanezcan nuestros ojos fijos en el altar como los de los pastores en el pesebre; busquemos allí como ellos al Niño recién nacido, envuelto en pañales. Al entrar en el establo, no sabían todavía a quién iban a ver; pero sus corazones estaban preparados. De pronto le ven, y sus ojos se posan en este Sol divino. Jesús desde el fondo del pesebre les dirige una amorosa mirada; quedan iluminados y se hace de día en sus corazones. Seamos dignos de que se realice en nosotros aquella frase del príncipe de los Apóstoles: "La luz brilla en un lugar oscuro, hasta el momento en que resplandezca el día y se levante en vuestros corazones el lucero de la mañana." (II, S. Pedro, I, 19.)

Ha llegado ya esta aurora bendita para nosotros; el divino Oriente que aguardábamos ha aparecido ya y, no se ocultará más en nuestra vida: en adelante hemos de temer más que nada a la noche del pecado de la que El nos libra. Somos los hijos de la luz y los hijos del día (I, Tes., V, 5); ya no hemos de conocer el sueño de la muerte; pero deberemos estar siempre en vela, acordándonos de que los pastores velaban cuando el Ángel los habló y se abrieron los cielos sobre sus cabezas. Los cantos todos de esta Misa de la Aurora nos van a anunciar de nuevo el esplendor de este Sol de justicia; saboreémoslos como prisioneros aherrojados durante mucho tiempo en una cárcel tenebrosa, a cuyos ojos aparece de repente una luz apacible. En el fondo de la gruta, resplandece ese Dios luminoso; sus divinos rayos realzan y embellecen más todavía las graciosas facciones de la Virgen Madre, que con tanto amor le contempla; también el rostro venerable de José resplandece de un modo especial; mas estos destellos no se detienen en el angosto recinto de la gruta. Aunque dejan en sus merecidas tinieblas a la ingrata Belén, se esparcen por el mundo entero, encendiendo en millones de corazones un amor inefable hacia esa Luz de !o alto que arranca al hombre de sus errores y pasiones, y le eleva hacia el fin sublime para el que ha sido creado.

Pero en este momento nos presenta la Santa Iglesia otro objeto de admiración y alegría, en medio de todos estos misterios del Dios encarnado y en el seno mismo de la humanidad. Al recuerdo tan glorioso y amable del Nacimiento del Emmanuel une, en este Sacrificio de la Aurora, la solemne memoria de una de esas almas valerosas que supieron conservar la Luz de Cristo a pesar de los ataques de las tinieblas. En esta misma hora, honra a Santa Anastasia, que, por la cruz y el martirio, nació a la vida celestial en el mismo día del Nacimiento del Redentor (7).

Mas ya es hora de que pongamos los ojos en en el altar donde va a comenzar el santo Sacrificio. El Introito canta la salida del Sol divino. El resplandor de su aurora anuncia ya el , brillo que habrá de tener a medio día. Fuerza y belleza son sus cualidades; está armado para vencer y su nombre es Príncipe de la Paz.


INTROITO
La luz brillará hoy sobre nosotros: porque nos ha nacido el Señor: y será llamado Admirable, Dios, Príncipe de la paz. Padre del siglo venidero: cuyo reino no tendrá fin. Salmo: El Señor reinó, se vistió de belleza: el Señor se vistió y ciñó de fortaleza. — Y. Gloria al Padre.

En esta Misa de la Aurora, la oración de la Iglesia solicita la efusión en las almas de los rayos del Sol de justicia para que sean fecundas en obras de luz, y no vuelvan a aparecer las antiguas tinieblas.


ORACIÓN
Suplicámoste, oh Dios omnipotente, concedas a los que somos inundados de la nueva luz de tu Verbo encarnado, la gracia de que resplandezca en nuestras obras lo que por la fe brilla en nuestras mentes. Por el mismo Señor.


Conmemoración de Santa Anastasia
Suplicámoste, oh Dios omnipotente, hagas que, los que celebramos la solemnidad de tu bienaventurada mártir Anastasia, sintamos su protección delante da ti. Por el Señor.


EPÍSTOLA

Lección de la Epístola del Apóstol San Pablo a Tito (III, 4-7.)

Carísimo: Ha aparecido la benignidad y la humanidad de Dios, nuestro Salvador; nos ha salvado, no por las obras justas que hemos hecho nosotros, sino por su misericordia, mediante el baño de regeneración y de renovación del Espíritu Santo, que derramó en nosotros con abundancia por Jesucristo, nuestro Salvador: para que, justificados con su gracia, seamos hechos herederos según la esperanza de la vida eterna: en Nuestro Señor Jesucristo.

El Sol que ha salido para nosotros es un Dios Salvador, lleno de misericordia. Vivíamos lejos de él, en las sombras de la muerte; ha sido necesario que los rayos divinos bajasen hasta el fondo del abismo en que el pecado nos había sumergido; y he aquí que salimos regenerados, santificados, hechos herederos de la vida eterna. ¿Quién nos separará ya del amor de este Niño? ¿Seríamos capaces de hacer inútiles los prodigios de un amor tan generoso, y volver a declararnos esclavos de las sombras de la muerte? Quedémonos más bien con la esperanza de la vida eterna, en la que ya nos han puesto estos sublimes misterios.


GRADUAL
Bendito el que viene en nombre del Señor: el Señor es Dios, y nos ha iluminado. — J. Esto ha sido hecho por el Señor: y es maravilloso a nuestros ojos.


ALELUYA
Aleluya, aleluya- — J. El Señor reinó, se vistió de belleza: el Señor se vistió de fortaleza, y se ciñó de poder. Aleluya.


EVANGELIO

Continuación del santo Evangelio según San Lucas. (II, 15-20.)

En aquel tiempo los pastores decían entre si: Vayamos hasta Belén, y veamos eso que ha sucedido, que el Señor nos ha manifestado. Y se fueron presurosos: y encontraron a María y a José, y al Niño acostado en un pesebre. Y al verle, conocieron ser verdad lo que se les había dicho acerca de aquel Niño. Y todos los que lo oyeron, se maravillaron: y de lo que los pastores les decían. Y María guardaba todas estas palabras, meditándolas en su corazón. Y se volvieron los pastores, glorificando y alabando a Dios por todas las cosas que habían oído y visto, según se les había dicho.

Imitemos la diligencia, de los pastores en Ir en busca del recién nacido. Apenas han oído las palabras del Ángel cuando inmediatamente se ponen en marcha hacia el establo. Llegados a presencia del Niño, sus corazones ya preparados de antemano, le reconocen; y Jesús nace en ellos por su gracia. Están contentos de ser pequeños y pobres como El; en adelante se consideran unidos a El, y su conducta entera va a dar testimonio del cambio operado en su vida. Efectivamente, no se callan, sino que hablan del Niño y se hacen Apóstoles suyos; su palabra cautiva a los que los oyen.

Ensalcemos con ellos al Dios grande que, no satisfecho con llamarnos a su admirable luz, ha colocado la hoguera en nuestro propio corazón instalándose en él. Guardemos en nosotros con cariño el recuerdo de los misterios de esta inefable noche, imitando el ejemplo de María que medita continuamente en su sacratísimo Corazón los sencillos y sublimes sucesos que por ella y en ella se han realizado.

Durante la ofrenda de los sagrados dones, la Iglesia pone de relieve el poderío del Emmanuel que, para restaurar al mundo caído, se ha humillado hasta el extremo de no tener por cortesanos más que a unos humildes pastores, a pesar de que se asienta sobre un trono de gloria y de divinidad, antes de que existiera el tiempo y por toda la eternidad.


OFERTORIO
El Señor afirmó el orbe de la tierra, que no se conmoverá: tu asiento, oh Dios, está preparado desde entonces; tú existes desde siempre.


SECRETA
Suplicámoste, Señor, hagas que nuestros dones sean apropiados a los misterios de la Natividad de hoy, y nos infundan siempre la paz: para que, así como resplandeció como Dios el mismo que hoy se hizo hombre, así también este alimento terreno nos confiera lo que es divino. Por el mismo Jesucristo, Nuestro Señor.


Conmemoración de Santa Anastasia
Suplicámoste, Señor, aceptes propicio estos dones ofrecidos; y por intercesión de los méritos de tu bienaventurada mártir Anastasia, haz que aprovechen a nuestra salud. Por el Señor.

Después de la comunión del Sacerdote y del pueblo, la Santa Iglesia, iluminada por la suave luz de su Esposo al que acaba de unirse, se aplica a si misma las palabras del Profeta Zacarías, que anuncia la venida del Rey Salvador:


COMUNIÓN
Alégrate, hija de Sión, canta, hija de Jerusalén: he aquí que viene tu santo Rey, el Salvador del mundo.


POSCOMUNIÓN
Haz, Señor, que la natalicia novedad de este Sacramento nos renueve siempre, en virtud de Aquel cuya única Natividad destruyó la humana vejez. Por el mismo Señor.


Conmemoración de Santa Anastasia
Has saciado, Señor, a tu familia con dones sagrados: suplicámoste nos protejas siempre con la Intercesión de aquella cuya fiesta celebramos hoy. Por el Señor.

Terminado el segundo Sacrificio y celebrado ya el Nacimiento de gracia por medio de la nueva ofrenda de la víctima inmortal, los fieles se retiran de la Iglesia y se van a descansar hasta que se celebre el tercer Sacrificio.


LA VIRGEN MADRE

En el establo de Belén María y José velan junto al pesebre. La Virgen Madre toma con todo respeto al recién nacido en sus brazos y le ofrece el pecho. Como un simple mortal, el Hijo del Eterno acerca sus labios a aquella fuente de vida. San Efrén trata de introducirnos en los sentimientos que embargan en ese momento el corazón de María y nos traduce así su pensamiento: "¿Cómo he merecido yo dar a luz al que siendo simplicísimo se encuentra en todas partes, al que tengo pequeñito entre mis brazos siendo tan poderoso, al que está aquí todo entero, estando también en todo el mundo? El día en que Gabriel se dignó bajar hasta mi pobreza, de criada que era, me volví princesa. De pronto, Tú el Hijo del Rey hiciste de mí la Hija del Rey eterno. De humilde esclava de tu divinidad, llegué a ser madre de tu humanidad, ¡oh Señor e Hijo mío! Te has dignado escoger a esta pobre doncella entre toda la descendencia de David y la has sublimado hasta las alturas del cielo donde reinas. ¡Oh espectáculo! Un niño más antiguo que el mundo, su mirada busca el cielo; sus labios están cerrados; mas en su silencio se entretiene con Dios. Esa vista tan serena, ¿no delata al que con su Providencia gobierna al mundo? Y, ¿cómo me atrevo yo a darle mi leche al que es la fuente de todo ser? ¿Cómo daré yo alimento a quien sustenta al mundo entero? ¿Cómo podré envolver en pañales al que está rodeado de luz?"(8).


SAN JOSÉ

El mismo santo Doctor del siglo IV nos muestra a San José cumpliendo sus sagrados deberes de padre para con el divino Infante. Abraza, dice, al recién nacido, le acaricia, y sabe que ese Niño es Dios. Extasiado exclama: "¿De dónde a mí este honor de que me sea dado por hijo el Hijo del Altísimo? ¡Oh Niño!, es verdad que tuve dudas sobre tu madre: pensé incluso en alejarme de ella. La ignorancia del misterio era para mí una tentación. Y no obstante eso, en tu madre estaba ya el tesoro escondido que debía hacer de mí el más afortunado de los hombres. Mi abuelo David ciñó la corona real; yo no era ya más que un humilde artesano; pero ahora ha vuelto a mí la corona que había perdido, ahora que Tú, Señor de los reyes, te dignas descansar en mi seno"(9).

En medio de estos sublimes coloquios, la luz del recién nacido continúa alumbrando la gruta y sus alrededores; pero, al marchar los pastores y cesar el canto de los Ángeles, ha vuelto a reinar el silencio en este misterioso refugio. Al descansar en nuestros lechos, pensemos en este divino Infante y en esa primera noche que pasa en su humilde cuna. Para conformarse en todo con las necesidades de la naturaleza que ha adoptado, cierra sus tiernas pupilas y el sueño voluntario viene a adormecer sus sentidos; mas en medio de ese sueño, su corazón vela y se ofrece constantemente por nosotros. A veces sonríe también a María, que tiene sus ojos fijos en El con inefable amor; ruega a su Padre, implora el perdón para los hombres; con sus actos de humildad expía su soberbia; y se nos muestra como un modelo de infancia que debemos imitar. Pidámosle que nos haga participantes de las gracias de su divino sueño para que, después de haber descansado en paz, nos despertemos en su gracia y podamos continuar generosamente el camino que nos queda por andar.


MISA DEL DIA(10)
 
El misterio que honra la Iglesia en esta Misa tercera es el Nacimiento eterno del Hijo de Dios en el seno del Padre. Ha celebrado ya a media noche al Hijo del Hombre saliendo del seno de la Virgen en el establo; al divino Niño naciendo en el corazón de los pastores al apuntar la aurora; en este momento va a asistir a un nacimiento más prodigioso aún, si cabe, que los dos anteriores, un nacimiento cuya luz deslumbra las miradas angélicas, y que es por sí mismo el testimonio eterno de la sublime fecundidad de nuestro Dios. El Hijo de María es también el Hijo de Dios; es obligación nuestra proclamar hoy la gloria de esta inefable generación, que le hace consubstancial a su Padre, Dios de Dios, Luz de la Luz. Elevemos nuestra vista hasta ese Verbo eterno que estaba al principio con Dios y sin el que Dios no estuvo nunca; porque es la forma de su sustancia y el esplendor de su verdad eterna.

La Santa Iglesia comienza los cantos del tercer Sacrificio con un aclamación al Rey recién nacido. Ensalza el poderío real que como Dios posee antes de que el tiempo exista, y que recibirá como hombre el día en que cargue con la Cruz sobre sus espaldas. Es el Ángel del gran Consejo, o sea, el enviado por el cielo para llevar a cabo el plan sublime ideado por la Santísima Trinidad para salvar al hombre por medio de la Encarnación y de la Redención. En ese Altísimo Consejo tuvo su parte el Verbo; su celo por la gloria de su Padre, junto con su amor a los hombres, hacen que tome ahora esta tarea sobre sus hombros.


INTROITO
Un Niño nos ha nacido, y nos ha sido dado un Hijo: cuyo imperio descansa en su hombro: y se llamará su nombre: Ángel del gran Consejo. Salmo: Cantad al Señor un cántico nuevo: porque ha hecho maravillas. V. Gloria al Padre.


En la Colecta la Iglesia pide que el nuevo Nacimiento que acaba de realizar el Hijo de Dios en el tiempo, no carezca de efecto, sino que obtenga nuestra libertad.


ORACIÓN
Suplicámoste, oh Dios omnipotente, hagas que la nueva Natividad según la carne de tu Unigénito, nos libre a los que la vieja servidumbre retiene bajo el yugo del pecado. Por el mismo Señor.


EPÍSTOLA

Lección de la Epístola del Apóstol San Pablo a los Hebreos (I, 1-12.)

Habiendo hablado Dios en otro tiempo muchas veces y de muchos modos a los Padres por los Profetas: en estos últimos días nos ha hablado por el Hijo, al cual constituyó heredero de todo, y por el cual hizo también los siglos: el cual, siendo el resplandor de su gloria y el retrato de su substancia, y sustentando todas las cosas con la palabra de su poder, obrada la expiación de los pecados, está sentado a la diestra de la Majestad en las alturas: hecho tanto más excelente que los Ángeles, cuanto más alto es el nombre que heredó. Porque ¿a cuál de los Ángeles dijo jamás: Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy? Y otra vez: ¿Yo seré para él Padre, y él será para mi Hijo? Y de nuevo, cuando introduce al Primogénito en la tierra, dice: Y adórenle todos los Ángeles de Dios. Y, ciertamente, de los Ángeles dice: El que hace a sus Ángeles espíritus, y a sus ministros llama de fuego. Mas al hijo le dice: Tu trono, oh Dios, por los siglos de los siglos: el cetro de tu reino es cetro de equidad. Amaste la justicia y odiaste la iniquidad: Por eso te ungió Dios, tu Dios, con óleo de alegría más que a tus compañeros. Y: Tú, Señor, fundaste en él principio la tierra: y obra de tus manos son los cielos. Estos perecerán, mas tu permanecerás; y todos envejecerán como un vestido: y los mudarás como una vestimenta, y serán mudados: tú, en cambio, siempre eres el mismo, y tus años no acabarán.

El gran Apóstol, en este magnífico encabezamiento de su Epístola a sus antiguos hermanos de la Sinagoga, pone de relieve el Nacimiento eterno del Emmanuel. Mientras que nuestros ojos se posan con ternura en el dulce Niño del pesebre, él nos invita a elevarlos hasta aquella Luz soberana, en cuyo seno el mismo Verbo que se digna habitar en el establo de Belén, oye al Padre eterno que le dice: Tú eres mi Hijo, hoy te he engendrado; este hoy es el día de la eternidad, día sin mañana ni tarde, sin amanecer y sin ocaso. Si bien es cierto que la naturaleza humana, que se digna tomar en el tiempo le coloca debajo de los Ángeles, el título y la cualidad de Hijo de Dios que le pertenece por esencia, le elevan infinitamente por encima de ellos. Es Dios, es el Señor, y los cambios no le afectan. Envuelto en pañales, clavado en la cruz, muriendo de dolor en su humanidad, permanece impasible e inmortal en su divinidad; para eso goza de un Nacimiento eterno...


GRADUAL
Todos los confines de la tierra vieron la salud de nuestro Dios; tierra toda, canta jubilosa a Dios. — J. El Señor manifestó su salud; reveló su justicia ante la faz de las gentes.


ALELUYA
Aleluya, aleluya. — y. Nos ha iluminado un día santo: venid, gentes, y adorad al Señor: porque hoy ha descendido una gran luz sobre la tierra. Aleluya.


EVANGELIO

Comienzo del Santo Evangelio según San Juan. (I, 1-14.)

En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios. El estaba al principio en Dios.  Todo fué hecho por El; y sin El no ha sido hecho nada de lo que ha sido hecho: en El estaba la vida y la vida era la luz de los hombres: y la luz brilló en las tinieblas, y las tinieblas no se percataron de ella. Hubo un hombre enviado por Dios, cuyo nombre era Juan. Este vino para ser testigo, para dar testimonio de la luz a fin de que todos creyeran por él. No era él la luz, sino (que vino) para dar testimonio de la luz. Era la luz verdadera, la que alumbra a todo hombre que viene a este mundo. El estaba en el mundo, y el mundo fué creado por El, y el mundo no le conoció. Vino a los suyos y los suyos no le recibieron. Mas, a los que le recibieron, les dió el poder de hacerse hijos de Dios. Esto (concede también) a los que creen en su nombre, a los que no han nacido de la sangre, ni del deseo de la carne, ni de la voluntad de un varón, sino que han nacido de Dios. (Aquí se arrodilla.) Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros; y hemos visto su gloria, la gloria del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad.

¡Oh Hijo eterno de Dios!, al lado del pesebre donde en el día de hoy te dignas aparecer por amor nuestro, confesamos nosotros con la más humilde reverencia, tu eternidad, tu omnipotencia, tu divinidad. Existías ya en el principio; y estabas en Dios y eras Dios. Todo ha sido hecho por ti y nosotros somos obra de tus manos. ¡Oh Luz infinita! i Oh Sol de justicia! Nosotros no somos más que tinieblas; ilumínanos. Durante mucho tiempo hemos amado las tinieblas y no te hemos comprendido; perdona nuestros errores. Durante mucho tiempo has estado llamando a la puerta de nuestro corazón y no te hemos abierto. Hoy al menos, gracias a los admirables recursos de tu amor, te hemos recibido; porque, ¿quién sería capaz de no recibirte, oh divino Niño, tan dulce y tan rebosante de ternura? Quédate, pues, con nosotros; lleva a feliz término este nuevo Nacimiento que has efectuado en nosotros. No queremos ser ya de la sangre, ni de la voluntad de la carne, ni de la voluntad del hombre, sino de Dios, por Ti y en Ti. Te has hecho carne, oh Verbo eterno, para que nosotros nos divinicemos. Sostén nuestra débil naturaleza, que desfallece ante una dignidad tan grande. Tú naces del Padre, naces de María, naces en nuestros corazones: ¡Gloria tres veces a Ti, por este triple nacimiento, oh Hijo de Dios, tan misericordioso en tu divinidad, tan divino en tus humillaciones!

En el Ofertorio, la Santa Iglesia recuerda al Emmanuel que el universo es obra suya, pues El ha creado todas las cosas. Son ofrecidos los dones entre nubes de incienso. El pensamiento de la Iglesia está siempre puesto en el Niño del pesebre; y sus cantos vuelven a insistir en el poder y grandeza de Dios encarnado.


OFERTORIO
Tuyos son los cielos, y tuya es la tierra: tú fundaste el orbe de las tierras y su redondez; justicia y juicio son la base de tu trono.


SECRETA
Santifica, Señor, con la nueva Natividad de tu Unigénito, estos dones ofrecidos: y límpianos a nosotros de nuestros pecados. Por el mismo Señor.

Durante la Comunión, el Coro celebra la dicha de la tierra, que ha visto hoy a su Salvador gracias a la misericordia del Verbo, hecho visible en carne, sin perder nada del brillo de su gloria. A continuación, la Iglesia, por boca del Sacerdote, pide para sus hijos alimentados con la carne del Cordero inmaculado, la participación en la inmortalidad de Cristo, el cual se ha dignado darles en este día las primicias de una vida completamente divina al tomar en Belén una existencia humana.


COMUNIÓN

Todos los confines de la tierra vieron la salud de nuestro Dios.


POSCOMUNIÓN
Suplicámoste, oh Dios omnipotente, hagas que, así como el Salvador del mundo nacido hoy, es el autor de nuestra generación divina, así sea también el que nos dé la inmortalidad. El cual vive y reina contigo.


Ha terminado el gran día y se acerca la noche para descansar con un sueño reparador, de las fatigas pasadas en la vigilia de la gloriosa Natividad. Antes de irnos a acostar, dediquemos un piadoso recuerdo a los santos Mártires de quienes la Santa Iglesia ha hecho memoria en el día de hoy en su Martirologio. Diocleciano y sus colegas en el imperio acababan de publicar el célebre edicto de persecución que declaraba a la Iglesia la guerra más sangrienta que jamás padeció. El edicto, clavado en las plazas de Nicomedia, residencia del Emperador, había sido rasgado por un cristiano, que pagó con un glorioso martirio aquel acto de santa audacia. Dispuestos a la lucha, los fieles se atrevieron a desafiar el poder imperial y continuaron frecuentando su iglesia condenada a ser demolida. Llegó el día de Navidad. En número de varios miles se reunieron en el santo templo para celebrar por última vez el Nacimiento del Redentor. Al saberlo Diocleciano, envió uno de sus oficiales con la orden de cerrar las puertas de la Iglesia y prender fuego por los cuatro costados del edificio. Tomadas estas medidas, por las ventanas de la basílica se dejaron oír sonidos de trompeta, y los fieles escucharon la voz de un pregón que, de parte del Emperador, brindaba la salida a quienes quisieran salvar la vida, con la condición de que ofreciesen incienso a Júpiter en un altar que a este fin se había levantado a la puerta de la iglesia; de lo contrario, serían presa de las llamas. En nombre de la piadosa reunión respondió un cristiano: "Somos todos cristianos; adoramos a Cristo como a Dios único y único Rey; y estamos dispuestos a sacrificarle hoy nuestras vidas." Al oír esta respuesta, los soldados recibieron orden de encender el fuego; en un momento la iglesia se convirtió en una horrible hoguera cuyas llamas subían hacia el cielo, enviando en holocausto al Hijo de Dios, que en este día se dignó dar principio a su existencia humana, la ofrenda generosa de aquellos miles de vidas que daban testimonio de su venida a este mundo. De este modo fué honrado en Nicomedia, en el año 303, el Emmanuel bajado de los cielos para morar entre los hombres. Unamos con la Santa Iglesia el homenaje de nuestros votos al de estos heroicos cristianos cuya memoria se conservará hasta el fin de los siglos, gracias a la santa Liturgia.

Traslademos una vez más nuestro pensamiento y nuestro corazón al feliz establo donde María y José hacen compañía al divino Niño. Volvamos a adorar al recién nacido y pidámosle su bendición. San Buenaventura, en sus Meditaciones sobre la vida de Jesucristo, expresa con una ternura digna de su seráfica alma los sentimientos de que debe estar poseído el cristiano ante la cuna del Niño Jesús: "Tú también, que tanto lo has diferido, dobla la rodilla, adora al Señor tu Dios; venera a su Madre y saluda con reverencia al santo viejo José; luego besa los pies del Niño Jesús, que yace en su cunita, y ruega a Nuestra Señora que te lo entregue y te permita cogerle. Tómale en tus brazos, guárdale y contempla bien su amable rostro; bésale con respeto y deléitate en él con confianza. Puedes hacer todo eso, porque ha venido precisamente para salvar a los pecadores, ha hablado con mansedumbre y por fin se ha dado a ellos en alimento. Por eso en su dulzura se dejará tocar pacientemente cuanto tú quieras, y no lo atribuirá a presunción sino a cariño."




Notas

[1] Los sacramentarlos gelaslano y gregoriano mencionan las tres misas de Navidad. Pero al principio del siglo V, no habla más que una sola misa, la del día, que se celebraba en S. Pedro. La Institución de la misa de media noche data desde fines del siglo V.
[2] Fue en el siglo v cuando se Introdujo una Misa que tenía por objeto celebrar el dies natalis de Santa Anastasia, virgen y mártir, de Sirmium, cuyo cuerpo habia sido trasladado a Constantinopla bajo el patriarca Genadio, (458-471) y depositado en la iglesia llamada Anástasis. La semejanza del nombre hizo que en Roma se escogiera para la celebración de esta Misa el titulus Anastasiae, llamada asi por el nombre de la fundadora de esta iglesia, que era la iglesia parroquial de la Corte. 
A fines del siglo v o principios del vi, Santa Anastasia ocupó un lugar en el Canon de la Misa. Al mismo tiempo se formó la leyenda de una Santa Anastasia romana, que fué a padecer martirio a Sirmium. Cuando la fiesta de Navidad recibió una mayor solemnidad, disminuyó la devoción a la Santa; en vez de una misa en su honor no se hacía más que una memoria de la mártir, y la misa fué dedicada a honrar
[3] In Natalem Domini, V, 14.
[4] Ibid., I. 3.
[5] Los documentos antiguos ponen como lugar de la Estación la Basílica de San Pedro, pero desde el siglo xii se eligió a Santa María la Mayor "por la brevedad del día y luz y las dificultades del camino", dice el Ordo. Romanus.
[6] Los sacramentarlos gelasiano y gregoriano mencionan las tres misas de Navidad. Pero al principio del siglo v, no habla más que una sola misa, la del día, que se celebraba en S. Pedro. La Institución de la misa de media noche data desde fines del siglo V.
[7] Fué en el siglo v cuando se Introdujo una Misa que tenía por objeto celebrar el dies natalis de Santa Anastasia, virgen y mártir, de Sirmium, cuyo cuerpo habia sido trasladado a Constantinopla bajo el patriarca Genadio, (458-471) y depositado en la iglesia llamada Anástasis. La semejanza del nombre hizo que en Roma se escogiera para la celebración de esta Misa el titulus Anastasiae, llamada asi por el nombre de la fundadora de esta iglesia, que era la iglesia parroquial de la Corte. A fines del siglo v o principios del vi, Santa Anastasia ocupó un lugar en el Canon de la Misa. Al mismo tiempo se formó la leyenda de una Santa Anastasia romana, que fué a padecer martirio a Sirmium. Cuando la fiesta de Navidad recibió una mayor solemnidad, disminuyó la devoción a la Santa; en vez de una misa en su honor no se hacía más que una memoria de la mártir, y la misa fué dedicada a honrar el nacimiento espiritual del Salvador en las almas
[8] In Natalem Domini, V, 14.
[9] Ibid., I. 3.
[10] Los documentos antiguos ponen como lugar de la Estación la Basílica de San Pedro, pero desde el siglo XII se eligió a Santa María la Mayor "por la brevedad del día y luz y las dificultades del camino", dice el Ordo Romanus.

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