DOMINGO PRIMERO DE ADVIENTO
Año Litúrgico – Dom Prospero Gueranger
Este domingo, primero del Año eclesiástico, lleva en los documentos y crónicas de la Edad Media el nombre de Dominica Ad te levavi, por las primeras palabras del Introito, o también el de Domingo Aspiciens a longe, por las primeras palabras de uno de los Responsorios del Oficio de Maitines.
La Estación[1] se celebra en Santa María la Mayor; la Iglesia quiere comenzar anualmente la vuelta del Año litúrgico bajo el amparo de María, en la augusta Basílica que venera la gruta de Belén, y que por esta razón se llama en los antiguos monumentos Santa María ad Praesepe. Imposible escoger un lugar más a propósito para saludar ya el próximo y divino alumbramiento que ha de alegrar al cielo y a la tierra, mostrando el sublime prodigio de la fecundidad de una Virgen.
Transportémonos con el pensamiento a este sagrado templo y unámonos a las oraciones que allí se oyen; son las mismas que vamos a exponer aquí.
En el Oficio nocturno, la Iglesia comienza hoy la lectura del Profeta Isaías (siglo VIII antes de J. C.), el que con mayor claridad predijo las características del Mesías; continuando esta lectura hasta el día de Navidad inclusive. Tratemos de saborear las enseñanzas del santo Profeta y que el ojo de nuestra fe logre descubrir amorosamente al Salvador prometido, bajo los rasgos ya graciosos, ya terribles, con que nos le pinta Isaías.
Las primeras palabras de la Iglesia en medio de la noche son estas:
Al Rey que ha de venir, venid, adorémosle.
Después de haber cumplido con este deber supremo de adoración, escuchemos el oráculo de Isaías, transmitido por la Iglesia.
Empieza el libro del Profeta Isaías.
Visión de Isaías, hijo de Amos, que tuvo sobre las cosas de Judá y Jerusalén en tiempo de Ozías, Joatán, Acaz y Ezequías, reyes de Judá.
Oíd, cielos, y tú, oh tierra, escucha, porque el Señor habla: Crié hijos y los engrandecí; pero ellos me despreciaron. El buey conoció a su amo y el asno el pesebre de su dueño[2]: mas Israel no me reconoció y mi pueblo no me entendió.
¡Ay de la nación pecadora, del pueblo cargado de pecados, raza maligna, hijos malvados!: han abandonado al Señor, han blasfemado del Santo de Israel, le han vuelto las espaldas.
¿Para qué os heriré de nuevo a vosotros, que añadís pecados a pecados? Toda cabeza está enferma y todo corazón triste. Desde la planta del pie hasta la coronilla de la cabeza, no hay en él parte sana[3]. Ni la herida, ni los cardenales, ni la llaga infectada ha sido vendada ni suavizada con aceite. (Is., I, 1-6.)
Estas palabras del santo Profeta, o más bien de Dios, que habla por su boca deben impresionar vivamente a los hijos de la Iglesia, a la entrada de santo tiempo del Adviento. ¿Quién no temblaría oyendo este grito del Señor despreciado, el mismo día de su visita a su pueblo? Por temor a asustar a los hombres, se despojó de su resplandor; y lejos de sentir la potencia divina de Aquel que así se anonada por amor, no le reconocieron; y la gruta que escogió para descansar después de su nacimiento, no se vio visitada más que por dos brutos animales. ¿Comprendéis, cristianos, cuán amargas son las quejas de vuestro Dios?, ¿cuánto sufre con vuestra indiferencia su amor menospreciado?
Pone por testigos al cielo y a la tierra, lanza el anatema contra la nación perversa, contra los hijos desagradecidos. Reconozcamos sinceramente que, hasta la fecha, no hemos sabido apreciar en todo su valor la visita del Señor, que hemos imitado demasiado la insensibilidad de los judíos, los cuales no se conmovieron cuando apareció en medio de sus tinieblas. En vano cantaron los Ángeles a medianoche y le adoraron y reconocieron los pastores; en vano vinieron los Magos de Oriente, preguntando dónde estaba su cuna. Es verdad que Jerusalén se turbó durante un momento a la nueva de un Rey nacido; pero volvió a caer en la inconsciencia y no se preocupó más de la gran noticia.
Así es como visitáis, oh Salvador, a las tinieblas, y las tinieblas no os comprenden. Haced que las tinieblas comprendan a la luz y la deseen. Un día vendrá en que habréis de desgarrar esas tinieblas insensibles y voluntarias con el rayo deslumbrador de vuestra justicia. ¡Gloria a Ti en ese día, oh soberano Juez!, mas líbranos de tu ira en los días de esta vida mortal. —¿En dónde os heriré todavía?, dices. Mi pueblo no es ya más que una llaga—. Sé, pues, Salvador, oh Jesús, en esta venida que esperamos. La cabeza está muy enferma y el corazón desfallecido: ven a levantar estas frentes que la humillación y a veces viles apegos inclinan hacia la tierra. Ven a consolar y aliviar estos corazones tímidos y ajados. Y si nuestras heridas son graves y antiguas, ven, tú que eres el buen Samaritano, y derrama sobre ellas el bálsamo que ahuyenta el dolor y procura la salud. El mundo entero te aguarda, ¡oh Redentor! Revélate a él, salvándole. La Iglesia tu Esposa, comienza ahora un nuevo año; su primer clamor es un grito de angustia hacia Ti; su primera palabra es ésta: ¡Ven! Nuestras almas, oh Jesús, no quieren continuar caminando sin Ti por el desierto de esta vida. Estamos en el atardecer: el día va declinando y las sombras se echan encima: levántate, ¡oh Sol divino!, ven a guiar nuestros pasos y a salvarnos de la muerte.
MISA
Al acercarse el Sacerdote al altar para celebrar el santo sacrificio, la Iglesia entona un cántico que revela bien su confianza de Esposa; repitámosle con ella, desde lo más íntimo de nuestro corazón: porque, sin duda, el Salvador vendrá a nosotros en la medida que le hayamos deseado y esperado fielmente.
INTROITO[4]
A ti elevo mi alma: en ti confío, Dios mío: no sea yo avergonzado, ni se burlen de mí mis enemigos: porque todos los que esperan en ti, no serán confundidos. Salmo. Muéstrame, Señor, tus caminos: y enséñame tus veredas. Gloria al Padre... Se repite: A ti elevo...
Después del Kyrie eleison, el Sacerdote recoge los votos de toda la Iglesia en las oraciones llamadas por esta razón Colectas.
ORACIÓN
Oremos. Excita, Señor, tu potencia y ven, te lo suplicamos: para que con tu protección, merezcamos vernos libres de los inminentes peligros de nuestros pecados y con tu gracia, podamos salvarnos. Tú que vives y reinas con Dios Padre, en la unidad del Espíritu Santo, Dios, por todos los siglos de los siglos. Amén.
EPISTOLA
Lección de la Epístola del Ap. S. Pablo a los Romanos (XIII, 11-14).
Hermanos: Sabed que ya es hora de que surjamos del sueño, pues nuestra salud está ahora más cerca que cuando comenzamos a creer. Ha pasado la noche, ha llegado el día. Dejemos, pues, las obras de las tinieblas y empuñemos las armas de la luz. Marchemos honradamente, como de día: no en glotonerías y embriagueces, no en liviandades e impudicicias, no en contiendas y envidias: antes revestíos del Señor Jesucristo.
El vestido que ha de cubrir nuestra desnudez es, pues, el Salvador que esperamos.
Admiremos aquí la bondad de nuestro Dios, que al acordarse de que el hombre después del pecado se había ocultado sintiéndose desnudo, quiere El mismo servirle de velo cubriendo tan gran miseria con el manto de su divinidad. Estemos, pues, atentos al día y a la hora de su venida y cuidemos de no dejarnos invadir por el sueño de la costumbre y de la pereza. La luz brillará bien pronto; iluminen, pues, sus primeros rayos nuestra justicia o al menos nuestro arrepentimiento. Ya que el Salvador viene a cubrir nuestros pecados para que de nuevo no aparezcan, destruyamos nosotros, al menos, en nuestros corazones toda suerte de afecto a esos pecados; y que no se diga que hemos rehusado la salvación. Las últimas palabras de esta Epístola son las que, al abrir el libro, encontró San Agustín, cuando, instado desde hacía tiempo por la gracia divina para darse a Dios, quiso obedecer finalmente la voz que le decía: Tolle et lege; toma y lee. Fueron las que decidieron su conversión; entonces resolvió de repente romper con la vida de los sentidos y revestirse de Jesucristo. Imitemos su ejemplo en este día; suspiremos con vehemencia por esta gloriosa y amada túnica que, por la misericordia de Dios, será colocada dentro de poco sobre nuestras espaldas, y repitamos con la Iglesia esas emocionantes palabras, con las cuales no debemos temer cansar el oído de nuestro Dios:
GRADUAL
Señor, todos los que esperan en ti no serán confundidos. Hazme conocer, Señor, tus caminos y enséñame tus veredas.
Aleluya, aleluya. Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salud. Aleluya.
EVANGELIO
Continuación del santo Evangelio según San Lucas. (XXI, 25-33.)
En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: Habrá señales en el sol y en la luna y en las estrellas, y en la tierra angustia de gentes por la confusión del sonido del mar y de las olas, secándose los hombres por el temor y la expectación de lo que sucederá en todo el orbe, pues las virtudes de los cielos se conmoverán. Y entonces verán al Hijo del Hombre venir en una nube con gran poder y majestad. Cuando comiencen a realizarse estas cosas, mirad y levantad vuestras cabezas, porque se acerca vuestra redención. Y les dijo esta semejanza: Ved la higuera y todos los árboles: cuando ya producen de sí fruto, sabéis que está cerca el verano. Así también, cuando veáis que se realizan estas cosas, sabed que el reino de Dios está cerca. De cierto os digo que no pasará esta generación hasta que suceda todo esto. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán.
Debemos, por tanto, oh buen Jesús, esperar la repentina aparición de tu terrible Advenimiento. Pronto vas a venir en tu misericordia a cubrir nuestra desnudez con un vestido de gloria e inmortalidad; pero un día llegará en que vuelvas con una majestad tan deslumbradora, que los hombres quedarán secos de espanto. ¡Oh Cristo!, no quieras perderme en ese día de incendio universal. Visítame antes amorosamente: yo quiero prepararte mi alma. Quiero que en ella nazcas, para que el día en que las convulsiones de la naturaleza anuncien tu próxima llegada, pueda yo levantar la cabeza, como tus fieles discípulos, que, llevándote ya en sus corazones, no temerán tus iras.
Durante la ofrenda del Pan y del Vino, la Iglesia tiene fijos los ojos en el que ha de venir, y entona con perseverancia el mismo cántico:
OFERTORIO
A ti elevo mi alma, en ti confío, Dios mío: no seré avergonzado, ni se burlarán de mí mis enemigos; porque todos los que esperan en ti, no serán confundidos.
Después del ofertorio, recoge en silencio los votos de todos sus miembros en la siguiente Oración:
SECRETA
Purificados con la poderosa virtud de estos Sacramentos. haz. Señor, que lleguemos más puros a su principio. Por nuestro Señor Jesucristo. Amén.
Después de la Comunión del Sacerdote y del pueblo, el Coro canta estas hermosas palabras de David para celebrar la dulzura del Fruto divino que nuestra tierra, va a producir y que anticipadamente se acaba de dar a los suyos. Esta Tierra nuestra no es otra que la Virgen María fecundada por el celeste rocío, y que se entreabre, como nos dice Isaías, para darnos al Salvador.
COMUNIÓN
El Señor mostrará su benignidad y la tierra dará su fruto.
A continuación la Oración final y de acción de gracias.
POSCOMUNIÓN
Recibamos, Señor, tu misericordia en medio de tu templo; para que nos preparemos con los debidos honores a las futuras fiestas de nuestra redención. Por Nuestro Señor.
Notas
[1] Las Estaciones, señaladas en el Misal romano para algunos días del Año, designaban antiguamente las iglesias a donde el Papa, acompañado del clero y de todo el pueblo, acudían procesionalmente para celebrar la misa solemne. Esta costumbre se remonta tal vez al siglo IV: todavía existe hoy hasta cierto punto, haciéndose algunas Estaciones, aunque con menos pompa y asistencia en los días señalados en el Misal.
[2] Israel tiene menos inteligencia que los brutos animales. Estos conocen a su señor; Israel no reconoce a su Dios y Bienhechor. Con frecuencia se emplea este versículo para pintar la ceguera de los Judíos que rechazaron al Mesías. Por otra parte, ha contribuido a crear la antigua tradición del nacimiento de Jesús en medio de dos animales: el asno y el buey (V. Tobac, Los Profetas de Israel II, 16).
[3] El Profeta describe el estado de Judá castigado: se halla semejante a un herido cubierto de llagas. La Iglesia aplica este verso al Mesías, “destrozado a causa de nuestros pecados” (Tobac, id. 17).
[4] Previa autorización de sus autores, utilizamos aquí la versión de los RR.PP. Justo Pérez de Urbel y Enrique Diez en su Misal-Devocionario.
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