Día 3 de Julio,
Domingo IV después de Pentecostés
Doble. Conm. San León II. Obispo y Confesor.
Lleno de profundas y saludables enseñanzas está el Evangelio de este domingo. Él nos dice de la perfección del cristiano en la obediencia pronta, alegre, sencilla y devota a Dios nuestro Señor, en contra del espíritu envenenado del mundo, que es de rebelión, de soberbia y de desobediencia. Pedro y sus compañeros eran pescadores, saben bien su oficio, durante toda la noche no habían sacado nada, no había peces en ese sitio; sin embargo, Jesús les dice ahora, siendo de día, que echen la red en el mismo lugar. “¡Señor! nada hemos pescado en toda la noche, pero fiado en tus palabras echaré la red”, dice Pedro. Y al sacarla era tal la pesca que se rompía la red. He aquí el fruto de la obediencia. Por eso dice la Escritura que el varón obediente cantara victorias. Hemos de ser, pues, obedientes a Dios, obedientes a la Iglesia, obedientes a nuestros superiores, fieles a nuestros deberes, y no constituirnos en jueces, resistiendo y criticando todo, y como corona, una gran confianza en Dios.
Al principio, la vista del milagro sobrecogió a San Pedro, como sobrecoge siempre a cualquier hombre la presencia de lo sobrenatural. “Retírate de mí, Señor, que soy hombre pecador”, exclamó a impulso de la emoción. Pero la humildad nunca aparta a Jesús, sino que, al contrario, le une más a Él.
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