COMENTARIO AL EVANGELIO
DOMINGO DE QUINCUAGÉSIMA
En aquel tiempo: Tomando Jesús, consigo a los Doce, les dijo: “He aquí que subimos a Jerusalén, y todo lo que ha sido escrito por los profetas se va a cumplir para el Hijo del hombre. Él será entregado a los gentiles, se burlarán de Él, lo ultrajarán, escupirán sobre Él, y después de haberlo azotado, lo matarán, y al tercer día resucitará”. Pero ellos no entendieron ninguna de estas cosas; este asunto estaba escondido para ellos, y no conocieron de qué hablaba. Cuando iba aproximándose a Jericó, un ciego estaba sentado al borde del camino, y mendigaba. Oyendo que pasaba mucha gente, preguntó que era eso. Le dijeron: “Jesús, el Nazareno pasa”. Y clamó diciendo: “Jesús, Hijo de David, apiádate de mí!”. Los que iban delante, lo reprendían para que se callase, pero él gritaba todavía mucho más: “¡Hijo de David, apiádate de mí!”. Jesús se detuvo y ordenó que se lo trajesen; y cuando él se hubo acercado, le preguntó: “¿Qué deseas que te haga?” Dijo: “¡Señor, que reciba yo la vista!”. Y Jesús le dijo: “Recíbela, tu fe te ha salvado”. Y en seguida vio, y lo acompañó glorificando a Dios. Y todo el pueblo, al ver esto, alabó a Dios.
Lucas XVIII, 31-43
SANTO TOMÁS DE VILLANUEVA
La dulzura de la cruz
(Cf. segundo sermón para la festividad de un mártir, en Divi THOMAE A VILLANOVA, Opera omnia, Manilae 1883.)
A) Una antítesis
El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo y tome su cruz (Mt. 16,24). ¿Quién se atreve a leer tales palabras? ¿No es comprensible la reacción del mundo que vió unirse a los reyes con sus pueblos para clamar: Rompamos sus coyundas, arrojemos lejos de nosotros sus ataduras? (Ps. 2,3). Señor, ¿cómo entenderte? Nos dijiste: Venid a mí todos los que estáis fatigados y cargados, que yo os aliviaré. Tomad sobre vosotros mi yugo... y hallaréis descanso para vuestras almas, pues mi yugo es blando y mi carga ligera (Mt. 11,28-30), y ahora nos hablas de renuncias y de cruz. ¿Quién no temerá a la muerte? Ahora sí que entiendo aquello de que riges con cetro de hierro para romperlos como a vasija de alfarero (Ps. 2,8). Vara de hierro es tu ley. Pero dime, ¿cómo evitaré la contradicción que aparece entre tus dos modos de expresarte? Es una constante en la historia del Señor que, cuando habla, los unos comentan: ¡Duras son estas palabras! ¿Quién puede oírlas? (lo. 6,60), y otros apostillan: ¿A quién ¡riamos? Tú tienes palabras de vida eterna (ibid., 69). Las palabras de Jesús son para los unos palabras de vida, mientras que los otros las juzgan excesivamente duras y buscan su consuelo en otra parte. Por consiguiente, no debe de ser en el Señor en donde se encuentre la dureza, sino en el oído torpe de quienes las escuchan. Sus preceptos no son pesados (1 Io. 5,3).
B) La ley no es dura, sino suave
No existe oposición real entre las distintas palabras del Señor, porque la ley no es en sí misma dura, sino en opinión de los que oyen. La doctrina de la cruz de Cristo es una necedad para los que se pierden, pero es poder de Dios para los que se salvan (1 Cor. 1,18). Los juicios de Yavé son verdad, del todo justos, más estimables que el oro acrisolado, más dulces que la miel, que el contenido del panal (Ps. 18,10-11). Si hay quien los puede llamar vara de hierro, débese ello al entendimiento del malo, que los estima duros, y a que son inflexibles ante la iniquidad.
En cambio, ¡qué dulzura la de la cruz! Secreto es muy escondido para el mundo. No conoce esto el hombre necio (Ps. 91,7), ni nadie lo creería, si la experiencia no lo hubiera demostrado, que puede existir un trabajo sin fatiga, una carga sin peso y un yugo sin opresión.
¿Cómo puede ocurrir? No lo sé. Sólo sé que ocurre. Que el sufrir, el trabajar por Cristo, es agradable, que su pobreza es opulencia, que las ofensas padecidas por El son gloria.
Sabed que el móvil que nos empuja a soportar una u otra cosa, la cambia de naturaleza, consiguiendo que nos traiga lo que de por sí nos repelía. La sola amistad humana ya procura algo de eso. ¿Qué no alcanzará el amor de Dios? ¿Cómo, si no fuera así, hubiera podido prometer Cristo como premio a quienes por El abandonaron a sus esposas, padres e hijos, darles el ciento por uno y, además, las persecuciones de este mundo? ¿La persecución como galardón del esfuerzo?
Multitud de almas se alejan de Cristo por no haber entendido esta doctrina, cuando, si se hubieran decidido a ponerla en práctica, la experiencia les hubiera hecho conocer su verdad.
C) Los frutos de la cruz y su dulzura.
En medio de las ondas alborotadas de la pasión, la cruz nos muestra el camino tranquilo para llegar a la patria: sumerge en el mar a los carros y ejércitos de los apetitos sublevados; es la verdadera llave de David, que abre, y nadie cierra; cierra, y nadie abre (Apoc. 3,7).
Y aunque sea pesada, ¿ qué importa, si no la hemos de llevar nosotros? La cruz la lleva el amor, que todo lo sufre y tolera (1 Cor. 13,7). ¡Oh Señor, aumentad el peso de la cruz y aumentad mi amor!
Eliseo tenía invitados a los profetas, cuando su criado inadvertidamente mezclé coloquintidas en la comida. Una vez que hubieron probado el guiso, asustados de su amargor, comenzaron a gritar: La muerte está en la olla (4 Reg. 4,40); pero el profeta depositó un poco de harina en el recipiente y desapareció el mal sabor (ibid., 41).
Otro criado imprudente, Adán, amargó de tal manera nuestra vida con trabajos y sufrimientos, que hemos podido decir que la muerte estaba en ella. Hasta que Jesús acercó sus labios divinos, y desde entonces los apóstoles se gozan al sentir sus espaldas desgarradas por los azotes. Ejércitos de mártires se precipitan sobre aquel plato amargo como si fuera un manjar delicioso... Lo amargo se ha trocado en dulce por la gracia del Señor. Recordemos aquellos monjes de San Bernardo, que se esforzaban en rehusar incluso todo deleite espiritual que recibieran, hasta que fueron amonestados de que aquello era rechazar al Espíritu Santo.
D) Variedad de. cruces
Una de ellas mortifica a la carne. Trabajos y miserias en prolongadas vigilias, en hambre y sed, en ayunos frecuentes (2 Cor. 11,27). Esta es la primera cruz. La segunda es el celo y compasión de las almas. Esto sin hablar de mis cuidados de cada día... ¿Quién desfallece que no desfallezca yo? (ibid., 28-29). Feliz el que ha crucificado su carne con sus pasiones y concupiscencias (Gal. 5,24), pero más feliz todavía el que puede decir con el profeta: ¿Cómo no odiar a los que te odian?... ¡Si los odio con el más completo odio y los tengo por enemigos míos! (Ps. 138,21-22).
A esta segunda cruz no se llega sino a través de la primera, porque ¿quién es capaz de sentir celo por los demás si no lo siente por sí mismo? El celo nace de la pureza del alma, y el celo del que advierte una paja en el ojo ajeno y no ve una viga en el suyo es un celo insensato.
Todavía existe otra cruz, y bien triste, porque es la del demonio, insoportable y cruel como la del mal ladrón. Y, sin embargo, ¡ cuántos mártires hay que podrían repetir: Por tu causa nos entregan a la muerte cada dial (Ps. 43,23). ¡Triste martirio el de quienes viven atormentados por SUR ganancias vergonzosas, sus honores de un die, sus placeres groseros!
¡Con qué razón decía San Agustín (cf. Serm. 285, n.2, en La palabra de Cristo t.8 p.64) que no es el martirio, sino el motivo por el cual se padece, lo que engendra gloria y premio! ¡Cruz penosa y sin esperanza la de ellos, y sin más esperanza que la muerte y el infierno, cruel trabajo cuyo único salario es un trabajo eterno, el de los hijos del siglo!
Si es inevitable llevar una u otra cruz, ¿por qué no elegir la de Cristo, suave y meritoria?
No quisiera que, a pesar de lo dicho, entendierais que es necesario despojaros de todos los bienes y aun de vosotros mismos, porque esa renuncia, heroica y propia de los religiosos, es un consejo y no un precepto. Mas sí os exhorto a percataros de la necesidad de poseer como si no se poseyera, de llorar como si no se llorara, de usar de las cosas de este mundo como si no se usaran, porque nuestra vida es rápida y fugaz (1 Cor. 7,29). En este sentido, renunciar al mundo es usar de sus bienes por necesidad y no por placer.
E) La renuncia perfecta
Gran cosa es renunciarse a sí mismo, y mucho más difícil renunciar a lo que poseemos. Abandonar el placer constituye más bien una renuncia de la carne que de uno mismo, porque todavía quedamos señores de nosotros y dueños de hacer nuestra voluntad.
La renuncia de sí mismo consiste en despojarnos de lo que tenemos dentro de nosotros, a saber, los sentidos, el entendimiento y la voluntad. Se renuncia a los sentidos y a la carne, negándonos todo placer y superfluidad, practicando la continencia, la abstinencia y la castidad. Se renuncia a la inteligencia, abandonando nuestro propio juicio y sometiendo nuestro entendimiento al yugo de la fe (2 Cor. 10,5); renuncia sublime y extremadamente grata al Señor.
Pero todavía queda intacta la voluntad, a la cual renunciamos sometiéndola toda a la de Dios, sin querer otra cosa que lo que El quiera. Llegados a este punto, nos alegramos lo mismo en la adversidad que en la prosperidad, en la humillación que en la exaltación, y se siente uno como arcilla en la mano del alfarero. Es el modo de no vivir uno, sino de que viva Cristo en nosotros (Gal. 2,20).
Estrecho lugar es nuestro corazón. Salgamos de él y entrará Cristo, porque Dios y el hombre no caben a la ves. Cristo nos sabrá conducir por caminos seguros al monte del Señor,
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