Día 23 de Mayo, Domingo de Pentecostés
Doble de I clase- Ornamentos Rojos
A los cincuenta días de haber comido el cordero en la forma ritual prescrita y de haber bajado el Ángel exterminador en la madrugada en que sale del cautiverio de Egipto el pueblo de Israel, acampa éste a la falda del monte Sinaí, y Dios, solemnemente, entre resplandores, entrega al pueblo hebreo su ley, escrita en dos tablas de piedra, por manos de su conductor, Moisés. Éstos dos grandes acontecimientos: la salida de Egipto y la Ley recibida en el Sinaí, constituyen para los Judíos las dos grandes fiestas de Pascua y Pentecostés (cincuentena), que son las únicas cuyo verdadero origen hallamos en el Antiguo Testamento, y por consiguiente las únicas cuya institución podemos atribuir al mismo Dios.
Seiscientos años después ocurre en la fiesta de Pascua la muerte y resurrección de Cristo y en la fiesta de Pentecostés se verifica la venida visible del Espíritu Santo a eso de las 9 de la mañana. Desde entonces pasan a ser fiestas cristianas y las más solemnes del año eclesiástico.
En verdad que la ley antigua era sombra y figura de la ley nueva, aquella Pascua, figura de nuestra Pascua; aquel Pentecostés figura de nuestro Pentecostés. A los cincuenta días de la Resurrección del Señor desciende el Espíritu Santo sobre Maria Santísima y los Apóstoles, reunidos en el Cenáculo, que estaba en el monte Sión y escribe en sus corazones la ley de la gracia, ilumina sus inteligencias, fortalece su voluntad y los constituye en doctores de la verdad revelada e intrépidos propagadores del Evangelio, con el que renovarán la faz de la tierra. Aquellos Apóstoles, tan temerosos de que muerto o ausente el Maestro se ensañara con ellos la persecución de los príncipes de Israel, recibido el Espíritu Santo, salen llenos de fervor, y con un valor hasta entonces desconocido en ellos, predican a Jesucristo crucificado en el mismo pórtico de Salomón, en el Templo de Jerusalén, desafiando la ira de los escribas y fariseos y defendiendo los derechos y la libertad de la Iglesia naciente por sobre todas las potestades políticas, mientras acusaban a las de Jerusalén del gran crimen del deicidio. (Continúa)
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