SANTO TOMÁS DE VILLANUEVA
El crecimiento en la virtud
A) El crecimiento del árbol de la santidad
David define, no al simplemente justo, sino al que ha prosperado y crecido en santidad, de la siguiente forma: Bienaventurado el varón que no anda en consejo de impíos, ni camina por las sendas de los pecadores, ni se sienta en compañía de malvados. Antes tiene en la ley de Yavé su complacencia, y a ella, día y noche, atiende. Será como árbol que se planta a la vera del arroyo, que a su tiempo da fruto, cuyas hojas 720 se marchitan (Ps. 1,1-3).
Vamos a estudiar esta descripción para ver en qué consiste la santidad y cuáles son sus grados.
a) EL PRIMER GRADO, OBSERVAR LA LEY
O, como dice el Salmista, no andar en consejo de impíos ni en la senda de los perversos. El primer paso para llegar a la santidad es apartarse del pecado. Dios no encuentra en el pecador nada que le plazca, puesto que odia la iniquidad.
Mas no basta cumplir la ley. Hay que evitar, al observarla, toda negligencia, porque, de lo contrario, se caerá fácilmente. El que se descuida, a pesar de toda su ciencia, construye un edificio sin cimientos y se expone a que tul día, cuando se presente ante Dios, éste le diga: Retírate, no te conozco (Mt. 7,23).
b) AMAR LA LEY DE DIOS
Cumplir con la ley basta para ser justo, pero no para ser santo. Para esto se requiere amarla.
Al comenzar los caminos de la justicia, se soportan los mandamientos como pesadas cadenas. Cuando se llega a la perfección espiritual, la ley no es imposición, sino deseo. De por sí encierra sus encantos, y aun cuando el pecado fuera permitido, el hombre encuentra ya en su interior cierta repugnancia para cometerlo. Yo amo tus mandamientos más que el oro (Ps. 118,127).
¿Podrá hablar asf quien sólo guarda los mandamientos como a la fuerza? Hermanos, esforzaos por amar la ley de Dios.
C) DESEO DE ESTUDIARLA
La ley divina es fruto del amor, porque todo el mundo se goza en lo que ama. El santo se abisma en la meditación de la ley de Dios y la convierte en la ocupación preferida de su vida.
Mas, por otra parte, esta meditación enciende el gusto y hace posible aquel amor de la ley. Hermanos, meditad los libros santos y encontraréis un alimento cuyo gusto no conoce más que quien lo ha saboreado, y 'un agua que riega y fecunda el árbol de la santidad. De lo contrario, mucho me temo que se agoste.
d) DAR FRUTOS
Como el árbol plantado a la vera del arroyo, el santo da frutos abundantes; todas sus obras lo son; hasta la simple expresión de su rostro constituye un ejemplo. Cuando la santidad ha crecido, el santo no puede por menos de enseñar a otros lo que sabe, porque los seres más perfectos son los que pueden engendrar a otros semejantes. El que guarda la virtud sólo para sí, no ha alcanzado más que ciertos límites de perfección. El que practicare y enseñare, éste será grande en el reino de los cielos (Mt. 5,19).
e) LA CONSTANCIA
La santidad produce hombres de carácter, cuyas hojas no se marchitan. El carácter, la permanencia en los propósitos, es nota y condición esencial de la santidad. La Sagrada Escritura compara al pecador con un polvo ligero, fácilmente llevado de acá para allá por el vientecillo de cualquier circunstancia o tentación. En cambio, el santo siente fortalecido el corazón con la gracia (Hebr. 13,9). Quitadla, Y ¿ qué otra cosa queda sino polvo?
Uno de los daños más funestos del pecado es la debilidad oscilante a que nos reduce la voluntad, incapaz de resistir tentaciones y perseverar en sus propósitos. La inconstancia nos impide salir de ese estado.
B) La fuente de la santidad
a) ES EL ESPÍRITU SANTO
¿Cuál es el arroyo o, mejor dicho, la fuente junto a la cual crece el árbol de la santidad? El Espíritu Santo.
Y me mostró un río de agua de vida, clara como el cristal. que salía del trono de Dios y del Cordero (Apee. 22,1). Agua que riega la ciudad de Dios, ¿cuál es? La que Cristo hace brotar en el seno de los que en El creen (Io. 7,38). Esto es: el Espíritu Santo, según explica el mismo evangelista, fuente que riega el árbol y hace posible la vida. Espíritu que mana cuatro arroyos, de contrición, compasión, devoción y alegría, los cuales fertilizan el alma.
¿Qué necesitamos más? Sumergir la raíz de nuestra voluntad en las aguas del Espíritu Santo. Preocupados con los asuntos terrenales, no hemos advertido la riqueza de este venero y la necesidad de que nuestra voluntad arraigue en él. El Espíritu Santo es quien hace que no encontremos difícil la ley y que la amemos.
Regado, pues, el santo con esta gracia, se llena de frutos abundantes, para que, como dice el Salmo, produzca fruto a su tiempo.
b) LOS FRUTOS DE LA VIRTUD Y LOS FRUTOS DEL PECADO
Lo entenderéis comparándolos con los frutos del pecado. Hay árboles que no fructifican, como los hijos del mundo que no producen frutos para Dios. ¿A qué tanta limosna o ayuno sin espíritu de caridad? La vanagloria fué vuestro premio.
Otros árboles dan fruto, pero no el que conviene. Tal ocurre, por ejemplo, con los religiosos que abandonan la soledad para correr por las calles, en lo que quieren llamar apostolado, bueno, sin duda, pero no para ellos; con los sacerdotes que dejan el servicio del altar y sus obligaciones para dedicarse a la política; con los altos dignatarios que viven en los palacios de los reyes o de sus ministros Y aceptan dirigir los negocios del Estado; con los militares ociosos, que abandonan las armas para entregarse a los vicios, discuten en medio de orgías las más arduas cuestiones de la fe y se creen prudentes más que siete que sepan responder (Prov. 26,16); con las madres que descuidan la educación de sus hijos y se dedican a callejear o, lo que es lo mismo, a peregrinaciones inútiles. Todos dan fruto, pero un fruto que no les pedía Dios. A qué interferirse en los asuntos ajenos, si Cristo organizó su cuerpo armoniosamente y asignó a cada miembro su función?
Otros dan el fruto tardío, en la vejez, cuando el vicio les deja a ellos, y la riqueza, más que suya, pertenece a sus hijos. En los días de tu juventud acuérdate de tu Hacedor; antes de que vengan los días malos y lleguen los años en que dirás: No tengo ya contento... Antes que se rompa el cordón de plata y se quiebre el platillo de oro (Eccl. 12,2-7).
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